Diario de un aficionado cinéfilo, 02

Comenzó el mes de noviembre, lluvioso y nostálgico, con las ánimas revoloteando a nuestro alrededor, mientras los chicos del cineclub El Ambigú nos tenían preparado un genuino y atrayente programa para los cuatro jueves del mes; sin contar con el “Día de todos los santos”, pues el largo puente dificultaría su asistencia.

Han sido cuatro filmes que ‑con gracia y alegría‑ trataron de darnos ánimo, en este mes un tanto sombrío, mediante un empujoncito de humor y desasimiento… Con ellos se pretendió resaltar y rendir homenaje al trabajo realizado por Alec Guinness para los Ealing studios londinenses.

A través de la película Oro en barras (The lavender hill mob, 1951) Andrés nos explicó la importancia que tuvieron Ealing studios en las algunas décadas de la segunda mitad del siglo pasado pues, con poco presupuesto, hicieron grandes películas; mostrando ‑las cuatro‑ un marcado humor inglés. En este primer día, ya algunos de los incondicionales cinéfilos tuvieron un peliagudo dilema: asistir a la conferencia de la XXXV SEMANA SANJUANISTA o dejarse llevar del amor primigenio al cine y la sala oscura, recreadora de sueños y realidades… Al final, se decantaron por asistir a las precisas e ilusionantes explicaciones del ciclo cinematográfico que comenzaba; y de la película en cuestión que, aunque en el programa venía como doblada, al final, la visionamos en versión original subtitulada.

Además, fue una noche donde la lluvia y la semiagradable temperatura ayudaron a que la visión de este filme fuese más placentera; que era lo que más de una asistente esperaba, ya que los dramas se graban en el alma ‑aunque sean de pantalla‑ y luego es difícil espolearlos de nuestra mente. Fue una película con muestras de seriedad, pero con un ácido tono sarcástico, en donde el tímido Henry Holland (Alec Guinness) ‑bien ambientado en su papel de ladrón frustrado durante veinte años de honradez intachable y probada‑ no quiere dejar pasar la aventura de dar un gran golpe, buscándose a tres socios ‑¡¿a cuál más idóneo…?!‑, para la dura tarea emprendida: materializar un ingenioso plan, robando en el banco y trasladando el oro de Inglaterra a Francia, en forma de souvenires de la Tour Eiffel. No contaré el final, pero sí que vivió una aventura vital y la sensación de ser una persona rica, a la que tanto quieren todos sus amigos que se ven sustancialmente remunerados por su dadivoso bolsillo, aparentando ser el más rico del lugar…

A su término, los aplausos no se hicieron esperar, manifestando el agradable rato pasado: ochenta minutos, adonde el desenfado de la cinta cinematográfica configuró un espejo de bienestar que se traslucía en las caras de los asistentes… Los diversos planos de Londres y París ‑en blanco y negro‑ nos recordaban los muchos años de televisión española y las películas de nuestra infancia, donde el color únicamente se podía ver en la naturaleza, mas no en pantalla; también nos hicieron retroceder al subconsciente ‑más personal y colectivo‑ de los añejos recuerdos que nuestra memoria siempre alberga…

El 15 de noviembre, tras la agitación de la huelga general de la jornada anterior, la noche se presentaba agradable y propensa para que los incondicionales amantes del cine en una pequeña sala, rodeados de amigos y conocidos, no faltasen. La película lo merecía: The ladykillers, en VOSE (El quinteto de la muerte, 1955). Visionando esta película, nos sentimos más europeos y cosmopolitas, pues la escuchamos en su versión original, cogiendo alguna que otra palabra en el esperanto mundial, que es el inglés… Y, además, con la incondicional asistencia de una pareja de ingleses que se ha instalado en Úbeda, como viene haciéndolo últimamente…

Tras las sucintas explicaciones de nuestro mentor Andrés (que siempre se prepara concienzudamente para ofrecer una información estimulante y veraz, donde los directores, los actores, los premios obtenidos y algún esquemático argumento de la película nos hace más apetecible el menú cinematográfico que a continuación vamos a tomar…), en poco más de ochenta minutos disfrutamos, a todo color, de una cinta en la que se nos cuenta la desternillante aventura de un robo bien preparado por una banda de delincuentes, amantes de lo ajeno ‑capitaneados por el profesor Marcuss (Alec Guinness)‑, que, haciéndose pasar por músicos, alquilan una habitación en la casa de la fantasiosa y afectiva Mrs. Louisa Alexadra Wilberforce (Katie Johnson); y que ella sabe desbaratar, en todos sus planes, de una forma casual y bienintencionada; pero todo ello a base de gags y situaciones absurdas e hilarantes, consiguiendo que el público cabalgue en una risa casi continuada; y que salga contento y satisfecho gracias al ingenioso guión de William Rose (futuro ganador de un Oscar por Adivina quién viene esta noche); una fotografía de exquisito colorido, obra de Otto Heller; y una gran dirección de actores ‑entre los que se encuentran Peter Sellers y Herbert Lom‑; y la capacidad narrativa de Alexander McKendrick, nombre esencial de los míticos estudios británicos.

Un fuerte aplauso final resumió la satisfacción de todos, porque habíamos pasado un rato agradable, tan necesario en tiempos de crisis como en los que nos encontramos; y, además, con los problemas de todo tipo que nos atenazan. Nunca mejor dicho: el cine fue refugio de un tiempo feliz, vivido intensamente en la pantalla del Club de Lectura del Hospital de Santiago ubetense…

Mientras marchábamos para casa, aún resonaban en nuestra memoria las imágenes y el sorprendente final del que habíamos sido incondicionales testigos…

Llegó el 23 de noviembre, día de Santa Cecilia, y nuestra semanal cita nos llevó encantados a la sala de cine del Hospital de Santiago para ver Ocho sentencias de muerte (Kind hearts and coronets, 1949); a pesar de que la posibilidad de asistir a diversos actos culturales era tentadora (concierto musical; charla y exposición de Juan Carlos Quesada; etc.). Cada filme que nos regala cineclub El Ambigú, personificado por Juan y Andrés, con sus palabras introductorias, sirve para hacer boca de lo que vamos a ver.

La película, también en versión original, es una magistral obra del director Robert Hamer; de los guionistas Robert Hamer y John Dighton; del actor Alec Guinness que interpreta ‑con convicción‑ ocho personajes diferentes (las ocho víctimas) de la aristocrática familia D’Ascoyne;y de una sensacional Dennis Price, en el cínico papel protagonista, representando uno de los mejores ejemplos de la comedia producida en la Ealing. En un blanco y negro ‑que remarca la historia que cuenta‑ se van cruzando diversos personajes que han nacido al calor de una venganza por la herencia y el desprecio que le hicieron a la madre del protagonista e incluso a él… Por eso, decide ir eliminando a diversos herederos de la familia D’Ascoyne, quienes aparentemente sucumben de muerte natural, hasta que llega a ser el heredero; y que, luego, se complica con el amor que tuvo de niño y joven ‑con quien también será su amante‑, y que le ofrece un pacto: librarlo de la cárcel, si elimina a la que es su esposa. El final es crudo y justiciero como la vida misma… La película va contando retrospectivamente,mediante un flashback, sus memorias desde la prisión hasta obtener la libertad… Dejo el sorprendente final a la inteligencia del sensato y atento espectador, que seguro adivinará… En esta magnífica comedia negra, llena de ironía, basada en una novela de Roy Horniman, titulada Israel Rank, pudimos aprender bastante… La mayoría de los asistentes no la había visto; yo, tampoco.

La noche fue un tanto fresca, incluso dentro de la sala; a pesar de tener una estufilla, el frío hizo mella… Se propuso, para la siguiente vez, que se caldease un poco aquello, pues, a pesar del acaloramiento y el aplauso final, no consiguieron entrar en calor los ateridos cuerpos de los asistentes…

Siendo esta magnífica película escaparate de contravalores humanos: venganza, odio, asesinatos, celos, amor al dinero y al ringo rango… es gratificante que, finalmente, se vean castigados, como les corresponde… No es como ocurre, por desgracia, en la vida real: que el ladrón no repone siempre lo robado, ni el asesino es justamente castigado, etc. Por lo menos ‑en pantalla‑ vislumbramos lo ideal: la justicia y el castigo en estado puro…

Y llegó la última noche de jueves del mes de noviembre (día 29), fría e invernal, tanto en el exterior de la sala como dentro; aunque, el calorcillo de la amistad y el amor a la pantalla oscura caldeó los gratos recuerdos de los entusiastas e incondicionales cinéfilos de la Capital de los Cerros…

Con concierto en el auditorio ‑y otras tentaciones culturales o de pasarlo bien‑ nos sentimos arropados con las palabras de Juan, cuando dijo que, como la película iba a durar unos ochenta y cuatro minutos ‑aproximadamente‑, pensaba si ‑los presentes estábamos de acuerdo, pues todo se hace allí de una forma democrática‑, nos iba a poner un documental, de los varios que le han proporcionado antiguos amantes u organizadores del desaparecido Festival de Cortometrajes de Torreperogil, para que pudiésemos disfrutarlo; y para que si alguien viniese un poco tarde ‑por problemas de agenda o de trabajo‑ no se perdiese un ápice el visionado completo de la película que ese día tocaba: El hombre del traje blanco (The man in the wait suit, 1951)), dirigida por Alexander Mackendrick y protagonizada por Alec Guinness, como Sydney Stratton, joven investigador que, tras arduos esfuerzos, consigue inventar un tejido tan revolucionario que no se puede romper ni manchar. Alec Guinness, como siempre, tiene una actuación magistral con su seriedad y timidez características; pero, a su vez, dinamizando ‑por momentos‑ su personaje con escenas de hilaridad y buen humor, que culminan en un triste pero esperado final: como la vida misma…

Tras las concisas, pero clarificadoras explicaciones, de Juan, la sala se tornó en gélida penumbra. Así visionamos el documental Carabanchel. Un barrio de cine, que nos sirvió ‑a todos‑ para regresar a nuestra infancia y adolescencia, en la que el cine de barrio era moneda de curso legal en cualquier pueblo o ciudad de España. Así pasaron, por la memoria de los presentes, los cines de verano de nuestra monumental ciudad: La Pista, La Cava, Avenida, Cinema Central, Plaza de Toros, Ubadza…; eso en cuanto a los de verano, más los recordados del resto del año: el Ideal Cinema –que, tras diversos y precipitados tumbos, tuvimos la suerte de recuperar, gracias al ayuntamiento‑ y el Teatro Principal, hoy derruido; amén de los cines de los Jesuitas (o Safa) y los Salesianos, todos desaparecidos: producto de la rueda de la modernidad mal entendida; y que la mayoría de ellos albergaban tres clases económicas y/o sociales: butacas, principal y general ‑o gallinero‑, donde se acumulaban todos los gamberretes de turno ‑o los que disponían de poco dinero para gastar en sana diversión‑. Un mundo, en fin, el de los cines de barrio, que por desgracia no volverá, como no sea en la imaginación y/o en los recuerdos de los que tuvimos la suerte de vivirlos y disfrutarlos, hace ya bastantes años…

Después, Juan nos adelantó el ciclo preparado para diciembre, que será de tres magníficas películas españolas: Los peces rojos, Surcos y Balarrasa, del cineasta José Antonio Nieves Conde.

Y llegó El hombre del traje blanco, doblada en castellano, de los Ealing Estudios, que, con escaso presupuesto, supieron conseguir mucha ciencia cinematográfica embutida con sabia técnica y sencillos y/o naturales decorados. Tuvimos la suerte de reírnos bastante, a veces a carcajada limpia, con las peripecias de un cuasi lunático inventor de un tejido irrompible, luminoso e imposible de manchar, que sirve de revulsivo para que tanto patronos y empresarios como trabajadores se unan con el mismo objetivo ‑¡qué cosa más rara…!‑: querer ocultarlo, pues este invento ‑según todos‑ desestabilizaría el statu quo establecido social y comercialmente; aunque este invento pudiese servir para dar un paso de gigante a la humanidad…

En una serie de escenas en blanco y negro, se retrata la pobreza de aquel ambiente obrero textil de la Inglaterra industrial, en la que hasta el amor sincero tiene cabida, al igual que el egoísmo del dinero, la dictadura de lo establecido, y de los intereses creados que no dejan que nada ni nadie se mueva con el fin de que todo siga igual… (¿A qué les suena esa música…?).

Con un final sorprendente, que no voy a desvelar, este guión cinematográfico de Roger MacDougall, John Dighton y Alexander MacKendrick nos proporcionó ‑cual fábula de Esopo‑ diferentes enseñanzas: el que la sigue la consigue, aunque tenga que luchar contra viento y marea; y que «El qué dirán» y las fuerzas sociales y patronales unidas jamás serán vencidas… Aunque, en la escena final, deja un hilillo de esperanza, pues el ser humano siempre ha de estar por encima de los espurios intereses para creer que todavía ‑y en cualquier época de la historia del mundo‑ podemos seguir avanzando, si hay hombres ‑o mujeres‑ valientes y/o inteligentes que saben luchar contra todas las tempestades naturales y sociales, para vencerlas con su titánico tesón y esfuerzo…

El enfebrecido aplauso final sirvió para calentarnos el cuerpo, además de mostrar agradecimiento por la velada tan buena que habíamos pasado. Finalmente, el paseo y la charla nocturna y reposada, de los ya amigos cinéfilos, hicieron que nos sintiésemos, un jueves más, hermanados en un mismo proyecto: pasar un buen rato visionando una divertida e interesante película ‑traspasada la mediana de cualquier semana‑ y con los ojos puestos en la dulce ilusión del fin de semana, tan cercano…

Úbeda, 10 de diciembre de 2012.

fsresa@gmail.com

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