13. Visitas

Llegó el día 21 de julio y mi estado de salud -y ánimo- parecía mejor; incluso hube de demostrarlo, varias veces, en aquella mañana.

Pasadas las primeras horas tuve la primera visita: una señora, madre de un sacerdote muy amigo. Había oído que me habían asesinado; luego, que estaba grave, por lo que no paró hasta encontrarme, habiéndome buscado en la Casa de Socorro y otros lugares. A pesar de mi palidez cadavérica –pues, con sus sollozos, más parecía yo su hijo-, tuve que consolarla y convencerla de que me encontraba casi bien del todo. Hablamos de lo acontecido el día anterior y nos despedimos hasta otro día. No la volvería a ver hasta que acabó la guerra.

Después llegaron otras visitas de amigos preocupados por mi salud, haciéndoles creer que estaba casi curado. Los últimos en visitarme fueron los hermanos Molina, buenísimos amigos nuestros, que se interesaron por lo ocurrido, infundiéndome su optimismo por lo ya acontecido en España.

La comida -que tomé con tranquilidad y buen apetito- me fue servida por la hermanita, sin yo prever los disgustos y temores que estaban por llegar… Aquel día todo era paz y quietud… Luego quedé solo, en el silencio de la solitaria sala, pues no había nadie en las camas vecinas. Conforme entraba la tarde, hubo movimiento de personas que venían para visitar a los enfermos; algunas, incluso, penetraban a curiosear adonde yo me encontraba; otras comentaban la palidez de mi semblante y se marchaban… Pero serían las cuatro de la tarde cuando entraron varias mujeres arrabaleras que, al enterarse de mi identidad, comenzaron a decirme pestes. Yo, mientras tanto, callaba con los ojos entornados y la boca entreabierta… Como no les contestaba, se fueron diciendo «A éste ya le ha entrado la miseria negra». No hubo más, sino el ir y venir de las hermanitas atendiendo a sus enfermos.

En el silencio y semioscuridad de la atardecida, hice mis rezos y cené con apetito, quedando sosegado y sereno. Un ahora más tarde, llegó un amigo, cuyo hijo habíamos tenido en el colegio teresiano de Córdoba, para interesarse por mi salud, pues mi destino le preocupaba como si fuese el suyo… Al atardecer, se marchó a su casa.

Después, sólo percibí el aleteo de unos ángeles que revolotean por entre el lecho del moribundo -o sufriente-, endulzando sus penas y alentándolo en el duro trance… ¡Qué abnegada y santa caridad la de estas Hermanas de la Caridad! ¡Cómo te buscan y te aman! ¡Cómo te sirven cual ángeles terrenales…!

Úbeda, 1 de diciembre de 2012.

fernandosanchezresa@hotmail.com

Deja una respuesta