Por orden del médico, me trasladan al hospital de Santiago. Los encargados de hacerlo me colocan en la camilla con sumo cuidado. Son seis jóvenes voluntarios, casi todos amigos y conocidos míos, que creen conveniente hacerlo por las calles más desiertas y en las horas de menor concurrencia de gente… El Jefe de la Cruz Roja nos acompaña para mayor seguridad. ¡Qué demostración de sincera amistad en medio de los peligros que nos acechaban!
¡Qué trance más amargo tuve que pasar al despedirme del padre Prior…! No sabía cuánto duraría la separación ni cuándo volveríamos a vernos en esta vida. Era un misterio difícil de desentrañar. Tardaríamos dos años y medio en volver a vernos y, mientras tanto, ¡cuántas veces me acordaría de esta despedida!
Salimos de la seguridad de aquel puerto, lanzándonos en medio de la tempestad de aquel día… A pesar de las precauciones tomadas, querían detenernos para enterarse de quién era el enfermo. Gracias a la firmeza del Jefe de la Cruz Roja, y a la decisión y ánimo de mis jóvenes conductores, salimos airosos de todas las críticas situaciones, aunque se nos presentó la más difícil… Fue una partida de escopeteros que, apuntándonos, preguntan si el que va en la camilla era el fraile herido en el convento. Como mis porteadores tenían órdenes de callar y no parar, fue el Jefe de la Cruz Roja quien les dijo: «Es una mujer que ha enfermado». Su mentirijilla y buena intención permitieron sortear este trance.
No sé qué cara pusieron aquellos rojos, pero ya, a paso ligero, pudimos penetrar en el segundo puerto donde yo creía poder descansar con seguridad. ¡No sabía lo equivocado que estaba…! Las olas de aquella tempestad, incluso en aquel asilo santo, estaban a punto de barrerme… Menos mal que mi alma andaba abrazada a la esperanza, como última tabla de salvación en el naufragio de la dicha y felicidad de este mundo… Pero, esperanza…, ¿de qué?
Úbeda, 27 de noviembre de 2012.