Caracoles

22-07-2012.
Apuntando hacia cosas y casos del verano ‑pasado, presente o futuro‑, algo que en Úbeda le daba nota distintiva era la consumición de caracoles. Sí; siempre se habían comido caracoles (de tamaño pequeño, prioritariamente) en nuestro pueblo y, es bien cierto que, en celebraciones de barrio (las verbenas modestas y antiguas en las que todo el mundo colaboraba y se aseguraba noches de concierto de la banda municipal, ¡ay, Amparito Roca, cuántas veces sonaste!) y en la intimidad de las casas, se elaboraban y consumían estos animalillos más bien viscosos y de cierto asquito.

La temporada se limitaba a mayo, por lo de las comuniones (que se celebraban en casa) y el verano inicial; en cuanto el calor arreciaba, este consumo se detenía, más bien porque los gasterópodos eran del terreno mayormente y ya el calor los hacía incomestibles. También se tenía bastante prevención de sus efectos en el aparato digestivo y no era nada inusual el encontrarse con personas que decían haber pasado una mala noche por culpa de los caracoles. A este respecto, siempre venía bien echarle la culpa a los caracoles; en realidad… por el exceso de cuerva o vino que se había trasegado en la velada.
La preparación por acá empezaba con ese “ahorcado” necesario, en el que se empleaban diversos métodos según la prisa que se tuviese. El lavado, imprescindible, para sacar las babas y la suciedad del interior del habitáculo del bicho; lavado que también se hacía según métodos contrastados y según lo escrupulosos que fuesen los comensales (y lo limpia que fuese la cocinera o ama de casa, que también en esto influía). Luego se cocían, acá con más ingredientes que el mero caldo de hierbabuena como en otros lugares, aunque se incluyese por algunos (yo he comido caracoles únicamente a la hierbabuena en mi destino de Cabezas de San Juan), hasta llegar a la adición de pastillas de Avecrem o similares, por dar más gusto.
Pero era, como ya he avanzado, un consumo casero y para determinadas fechas o eventos.
Pero llegaron quienes descubrieron el enorme potencial caracolero. Esa sublimación del sorbeteo del caracolillo, para que no quedase nada dentro, ese rito lento y a la vez rápido, por lo calientes que se sirven, de ir sacándolos del vaso o la taza, uno a uno, previa deglución del caldo, que obra como té de las cinco a la inglesa, sin ser té, sin ser las cinco y sin ser ingleses ni los caracoles ni los gastrónomos (bueno, creo que ahora los caracoles son magrebíes, o sea, otros inmigrantes que cruzan el estrecho en este caso apretujados en redes). Eso que ya estaba ahí, alguien lo hizo realidad a lo grande.
Los Buñoleros, en la calle Torrenueva, y El Olimpia, en la calle Rastro, fueron los santos lugares de las grandes concentraciones del peregrinar en manadas, en ejércitos, en aluviones de clientes ávidos de cerveza y caracoles. Aquello era de ver y habrá juventud que no lo crea, porque lo que se juntaba en ese Olimpia (enorme local para los usos) era impresionante. Quedan Los Buñoleros todavía como recuerdo de esas épocas doradas. Y garantía de que yo no miento.
Nunca nos quisimos preguntar el modo, forma y manera que había para lanzar al consumo tantísimo cascarón, en tan poco tiempo y para tanta gente. Salían las perolas enormes, hirviendo, y era visto y no visto que se les metía mano y, si uno se descuidaba, tenía que esperarse a la siguiente. La leyenda urbana, que acá no repetiré, hablaba de unos métodos de lavado cuasi industriales y no serían para menos si querían tener tanto bichejo disponible. Luego, también se hablaba de ciertos ingredientes más o menos secretos, que hacían diferentes unos caracoles de otros.
Había otros lugares, tabernas o bares, más secretos, más recónditos, menos jaleados y frecuentados, que también preparaban sus caracoles. En algunos, realmente los hacían formidables, máxime porque la pulcra mujer del tabernero no consentía sacarlos así, de cualquier modo, mal lavados o mal ahorcados. Además, su producción era limitadísima y había que llegarse en el momento justo o ser cliente algo conocido para que se los encontrase disponibles.
También, en la vecina Baeza, merecía la pena irse por allá para degustarlos, en un bar apartado del centro. Pero las condiciones que existen ahora, en razón de la conducción por carretera, me han dejado alejado de su constancia. No tengo noticia fidedigna de si se siguen elaborando allá.
De aquellos veranos se vinieron estos y los caracoles siguen ahí, siendo meta principal para muchos ubetenses y no ubetenses, residentes o retornantes, que sueñan con que llegue la temporada para renovar el rito del quemarse con el caldo caracolero (pedir, incluso, vasito del mismo, aparte) y extasiarse en la succión del bicho. Temporada que se adelanta ya hasta abril y se aguanta hasta agosto… Mis sobrinos de allende la comunidad sueñan con venir sólo por lo del caracoleo y, alguna vez, hemos partido hacia sus lares portando un tarro bien cerradito. Los emigrantes lo saben bien y lo tienen a modo de seña de identidad, cosa indisoluble al terruño. A los recuerdos.
Va siendo de lo poco que podremos disfrutar, cosa sencilla por demás, y que nos dejarán, como el retorno a esos años de la especie en la que cualquier bicho era cazado para aportar las proteínas necesarias para la supervivencia.

Autor: Mariano Valcárcel González

Decir que entré en SAFA Úbeda a los 4 años y salí a los 19 ya es bastante. Que terminé Magisterio en el 70 me identifica con una promoción concreta, así como que pasé también por FP - delineación. Y luego de cabeza al trabajo del que me jubilé en el 2011. Maestro de escuela, sí.

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