«Mises»

14-07-2012.
Es llegar las rebajas y contemplar la invasión de anhelantes compradores que penetran en los establecimientos de determinados ramos, fijan la mirada en los expositores, por ver de mercarse género en supuestas y ventajosas condiciones. Así funciona la cosa.

Sin embargo, a mí me ha dado siempre cierta ansiedad penetrar en tan sacrosantos reductos. Por lo “reducto” de sus cánones y medidas. Pues que el tallaje dominante, en los comercios de confección, moda y fashions fashions, es de lo más irreal, inutilizable e imposible de colocar en cuerpo vivo, humano y real que exista. Real, digo; que ideal (?) o perfecto, por lo que tiene de excelencia, es poco de reconocer, ver o existir.
La grima ya me entra cuando ahí, en esos antros sobre todo oscuros y tremendamente ruidosos (atontar con el ruido siempre dio resultado, pues la prueba la tenemos en esos descerebrados que recorren las avenidas montados en un equipo de música), observo a unas señoritas de perfiles imposibles, miradas despreciativas o lánguidas y movimientos estudiados, super super maquilladas que, a veces, se dignan dirigirte la palabra si las interpelas y, las más de las veces, te ignoran, si no es para cobrarte en caja. Ellas sí que caben en esas prendas de tallas ínfimas y, desde luego, no aptas para las (o los) que pretenden, desde su infinita ignorancia, hacer que coincida número de talla y cuerpo propio. Pues que esos números o letras nunca coinciden de unas tiendas a otras, de unos fabricantes a otros. Y, ya que hablamos de eficiencia, no la encontramos en obligar al consumidor en perder tiempo tratando de averiguar si la prenda en cuestión y según tallaje experimentado previamente con otras le vendrá bien o no, vía despelotarse en el probador.
Porque los fabricantes han de tener un gran poder, me presumo, hacia los medios gobernantes, cuando logran que no se obligue a unificar medidas para todos iguales (y que esas S, XS, M, XXM, o lo que sea, midan lo mismo y en toda circunstancia). Y esto se constata si recordamos que, hace años, se promovió a bombo y platillo una iniciativa del Ministerio del ramo (una parida de algún capitoste, capricho para aparentar que se pensaba algo), por la que se hacía un trabajo de campo, en todo el territorio nacional, para constatar las medidas predominantes entre el españolito de a pie (o a caballo, si se baja del mismo). Un equipo ‑que no debió ser barato‑ marchaba por estos páramos españoles y en plaza abierta, cual los antiguos saltimbanquis, montaba su chiringuito y escaneaba los cuerpos serranos de las mozas, mozos, adultos o vejestorios que se ofrecían para el experimento. No debió ser barata la campaña, no, dado los medios y el tiempo utilizado. Pero he aquí que de los resultados no sabemos nada o poco (me parece recordar que la talla del español medio había aumentado significativamente); pero de la otra finalidad expuesta como objetivo que conseguir, la de elaborar un patrón fiable y aplicable obligatoriamente por los fabricantes de ropas y calzados, de eso nunca más se supo.
Y, desde luego, de su aplicación en las siguientes producciones y en las actuales, ni vestigio.
Así que nos vamos a esas tiendas y, tras el amargo trago de contemplar que uno ya no da para más, y que esas sílfides corpusculares que obran de dependientas deben ser holografías intocables, se tiene que hacer a la idea de que, sea cual sea su supuesta talla, habrá de meterse en los probadores, oler de la humanidad precedente, hacer ridículos ejercicios de equilibrio para no caerse al despantalonarse y colocarse la prenda que probar, y comprobará que, para su barriguita, le corresponde el número tal, pero que a sus perneras o brazos le sobran muchos centímetros de tela.
Gracias a que la santa de la mujer no duda en meter lo que haya de meter (o cortar), la prenda queda ponible y aparente. Que las mujeres, como debe ser ‑al menos las de antes‑, te sirven igual para un roto que para un descosido.
Pues, que sigo en estos menesteres de ir de rebajas veraniegas (o luego las de invierno) para ver de hacerme con un equipo de ropa o calzado que me permita pasar las estaciones con cierta compostura y comodidad. Y, a despecho de la mayor o menor necesidad de ello, lo que sí se encuentra siempre es que hay modelos que no nos van nada, pero que nada; pero, supuestamente, se llevan o se llevaron y alguien (tu santa, en cooperación de alguna dependienta ladina, que se está reventando a reír a costa de tus chichoplos) insiste en que no te está mal, que así vas al día, que no pareces tan… Por terminar de tal suplicio, acepta lo menos cantoso para su idiosincrasia y paga y sale del antro, con su bolsa de papel (los plásticos van desapareciendo) hacia otro más, porque ahora le toca el turno a otro miembro del grupo familiar (que suelen ser, y nunca acaban, las féminas).
Rito compulsivo al que nos hubimos acostumbrado, pero que tal andan las cosas que ni para las rebajas vamos a tener opción; que las rebajas nos las están haciendo en el nivel adquisitivo versus recortes de sueldos y no llegamos ni a renovar el fondo de armario, como debiera ser. Será una pena el quedar en esta situación económica, pues si no hay para lo de temporada ni para lo de rebaja ¡qué leche van a vender en esas tiendas de marras…! Cerrarán y nuestras maravillosas vendedoras (¡que puede ser tu hija! ‑sí, pero no lo es‑) se encontrarán en paro y a ver qué se hace con tanta chiquita mona que muchas veces ni acabó sus estudios básicos.
—¡A fregar escaleras!
—Pero hombre, no sea usted fanático y revanchista, que algo les encontraremos idóneo a sus méritos… Veamos, ¿y si nos montamos un tinglado a la venezolana que genere mises universo como churros? Una salida, sí que sería.

Autor: Mariano Valcárcel González

Decir que entré en SAFA Úbeda a los 4 años y salí a los 19 ya es bastante. Que terminé Magisterio en el 70 me identifica con una promoción concreta, así como que pasé también por FP - delineación. Y luego de cabeza al trabajo del que me jubilé en el 2011. Maestro de escuela, sí.

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