El verdadero nombre de madame Pigalle era Eucaristía Porte‑Petit. Ella decía que era la nieta del emperador Maximiliano. Pero todos sabían que el archiduque austriaco y su esposa Carlota, aunque jóvenes, eran hueros. Los pocos que sabían algo de la vida de madame Pigalle aseguraban que era nieta de un soldado belga, pariente de un allegado de la emperatriz. Y eso era lo más cerca que estuvo de la sangre imperial. Ella, sin embargo, se proclamaba maximiliana contra viento y marea.
En sus buenos tiempos, tuvo fama de que su puerta era más grande que la de la catedral de Guadalajara; y que, por ella, habían entrado peregrinos de alto copete y roja púrpura, políticos conservadores, liberales y maximilianos. Tampoco la cerró a devotos del común, con tal de que pudieran sufragar el estipendio que permitiera la conservación y el mantenimiento de aquel templo glorioso y profano. A los seguidores del archiduque, en la intimidad del goce, les mostraba un anillo que decía ser el mismo que llevó Ferdinando Maximiliano hasta el día de su fusilamiento; una joya que guardaba un rizo de la que fuera el verdadero amor del emperador: doña Amalia de Braganza. Nadie sospechó nunca que todo era una engañifa; que aquel mechón rojizo era un manojillo de vellos del pubis de la propia madame Pigalle. Algunos fervorosos nostálgicos imperialistas procesionaban a su casa para besar la reliquia y, de paso, entrar en jubileo impúdico por la acogedora puerta de madame Pigalle.
Tal era su fervor por el emperador, que todos los años, el diecinueve de julio, sin faltar uno, acudía con sus mademoiselles en peregrinación al Cerro de las Campanas, en Querétaro; allí rezaban un paternóster y ella, altiva y teatral, ante sus pupilas bien engalanadas para la ocasión, gritaba contra el viento las mismas palabras, las últimas, que Maximiliano dijo antes de morir:
—¡Mexicanos! Muero por una causa justa: la de la independencia de México. Ojalá que mi sangre ponga fin y para siempre a la desgracia de mi nueva patria. ¡Viva México!
Y las pirujas acompañantes vociferaban entre alegres y emocionadas:
—¡Que viva México!
Luego, para hacer más provechoso el viaje, permanecían allí por una semana, prestando sus auxilios a los necesitados y desasistidos del amor.
Las pirujas de madame Pigalle no todas eran iguales porque no todos los hombres tienen el mismo gusto. Las había grandes y fuertes, delgadas y suaves, ariscas y melosas, con pechos empinados o con tetitas de niña, teñidas y naturales, afrancesadas o montunas, con el monte rapado o de espeso matojo. Y, llegado el caso, hasta la propia madame Pigalle tuvo que acudir en socorro de algún caprichoso que gustaba de la carne añosa. Y eso que ella llevaba ya un tiempo en desuso. La más requerida de todas, la que más se pagaba, era Luciana la Blanca, que era el vivo retrato de María Félix, con su lunar y todo.
Río Negrón se alborotó con la llegada de tanta gente fuereña ya desde unos siete días antes de los combates. Los primeros en llegar fueron los jugadores de gallos de El Socorro, Los Vidrios, El Tajo, Chapote y Los Nublos, para ver sobre el terreno a los peleadores, las galleras, el reñidero y a los contrarios, por si traían ejemplares espléndidos o premiados; más tarde aparecieron naiperos de San Luisito, Sonoyta y Ojo de Agua con sus barajas trucadas, sus chalecos de raso y sus negros sombreros; los rajabolsas de Nogales, La Ciénaga y El Burro, gente del descuido de La Morita y Bañadora, que decían que sisaban como los ángeles. Y maricones; que hay hombres que gustan de probar otra carne y que aparecen cuando hay bullas: unos más discretos y otros soliviantados y manoteadores, que parecían haber comido perico, de lo larga que tenían la lengua. Y hasta un mariachi de Hermosillo llegó a tiempo. Mucha gente del común anduvo de uno a otro lado de la frontera. Madame Pigalle apalabró a guitarreros de Palmas Altas, que estuvieron haciendo pasacalles durante el día y rondas por la noche. Y organizó soirées con gramola y canciones en vivo del famoso cantor Américo Flores que, aunque tenía ya la voz cascada, entonaba muy bien los corridos de la revolución y otros amorosos. No fue extraño oírle cantar, ya anochecido, cerca de los pabellones en donde trabajaban las muchachas de madame Pigalle, aquello de
Yo tenía un chorro de voz,
yo era el amo del falsete,
por el canto le di al cohete
y por fumar me dio la tos
y de aquel chorro de voz,
solo me queda un chisguete.
Ya muy de madrugada, casi a las claras del día y a solas, Américo Flores acudía a rondar a madame Pigalle, a cantarle a lo Jorge Negrete con su voz agrietada, mientras ella hacía recuento de las ganancias del día:
Aquellos tiempos que mi amor fue para ti,
aquellos besos que no fueron para mí,
que tu mentir yo me creí
y a tus encantos me rendí,
mas de sabido que al fin te ¡ba yo perder
te hubiera dado yo a beber
agua del pozo de la Virgen mexicana
pa que aprendieras a querer.
Por las noches, se encendían hogueras por las orillas del río, la que daba a la gallera y la que llevaba a la carpa y a los pabellones de madame Pigalle y sus mademoiselles; y en las esquinas del pueblo se prendían ocotes y hachones. Tantos y tan altos que, visto de lejos, Río Negrón parecía arder por los cuatro costados como la Roma de Nerón. Todo el pueblo estaba aluzado. Las noches se hacían días y los días más día aún.
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