Afán de destruir

17-06-2012.
Hace algo más de un mes visité el colegio de Villanueva del Arzobispo. Regresaba después de medio siglo al internado que fue mi casa desde febrero de 1954 hasta junio de 1958. Lamento decirlo, pero me hubiera gustado verlo como entonces. Ojalá nada hubiera cambiado.

Recuerdo que a la salida de las clases había una tupida morera; con ella se alimentaban en primavera nuestros ejércitos de gusanos de seda. La han cortado. Han cortado también un castaño de indias, que ahora sería centenario. Y el pino esplendoroso, donde anidaba un búho que nos saludaba cada noche, cuando íbamos en filas del comedor a la capilla. Cómo recuerdo su canto juicioso y reflexivo. Se han cargado la cueva de la Virgen sobre la que caía una ligera lluvia. Estaba a mitad del sendero entre las clases y el estudio. Ya no están los rosales que adornaban aquel precioso jardín de casi media hectárea, ni lo setos de boj tan bien cortados, ni los jóvenes prunos (‘ciruelos’) que había junto a la verja, cerca de la cocina.
 
Han eliminado la capilla del colegio. Ahora es sala de reuniones o de informática. (No lo sé muy bien). Me asomé a la puerta y sentí que una extraña sacudida me recorría el cuerpo. Pensé en el padre Pérez. Cuando supo que el internado se cerraba, le entró una profunda depresión. Dicen que pasaba noches enteras rezando en la capilla. No es porque yo lo diga; pero, en invierno, el padre Pérez pasaba tanto frío como nosotros. ¡Qué ejemplo! Recordé las misas en latín, la bendición del Santísimo los jueves por la tarde, las lecturas y las oraciones de la noche, cuando la capilla estaba iluminada sólo por una pavesa.
¿Dónde estaría «la Virgen del colegio», como la llamaba el padre Pérez? Tenía los ojos elevados al cielo y las manos cruzadas sobre su pecho de madre. Sabíamos que en su corazón se guardaban todos nuestros secretos. Tampoco estaba el Sagrado Corazón que presidía el patio de columnas. Esa imagen no era la de un triste santo, que se arrincona en una sacristía para que se llene de polvo y suciedad. Era mucho más. Era la imagen ante la que doña Anita Benavídez leyó aquellas palabras que setenta años después estremecen el alma de las buenas personas:
Lacerado nuestro corazón por el martirio del que era cabeza y queridísimo sostén de esta familia… os dedicamos nuestra mansión para que en ella reciban cristiana educación las nuevas generaciones, que de este modo han de disponerse a recibir el reinado de Vuestro Corazón Sacratísimo…
Las pronunció el ocho de noviembre de 1940 en el acto de consagración al sagrado Corazón de Jesús. Así nacía un centro de la Safa. Los primeros días de la contienda, los milicianos detuvieron a su esposo, lo condujeron de Madrid a Villanueva y allí lo fusilaron a las puertas del cementerio.
Han cerrado la capilla, han derribado la cueva, han retirado la imagen del Sagrado Corazón de Jesús y quieren que olvidemos el sublime ejemplo de caridad cristiana de la familia Benavídez. Ni un homenaje, ni un agradecimiento, ni una placa conmemorativa. Otros, con menos méritos, no paran de recibir agasajos a diario en las pantallas de los televisores. ¡Qué pena!
Me parece que fue Bakunin el autor de la terrible frase: «El revolucionario es un hombre sagrado; su misión es destruir». Cómo duele leer ciertas cosas. Ahora les ha dado por meterse con la Iglesia. Sería sensato exigir a nuestros políticos que respetaran el patrimonio recibido y procuraran hacer las cosas mejor que sus antecesores; pero a mí me parece que no utilizan el poder con intención de mejorar, sino para borrar las obras de los que les precedieron. Hablan de “cambio”, pero entienden el cambio como un eslogan para ganar las elecciones; luego nadie se preocupa de que el cambio sirva para mejorar. Han asumido el carácter sagrado del revolucionario bakuniano: se dedican a demoler, porque en todo derrumbamiento gana la empresa que lo lleva a cabo.
 
Los cuatro alumnos de la foto en primera fila son, de izquierda a derecha, Gregorio Alfaro Teruel, Dionisio Rodríguez Mejías, Fernando Serrano Pérez y Ángel Henares Bermúdez.
¡Qué tiempos aquellos!
A veces pienso que sería más fácil vivir sin tantas complicaciones, teniendo sólo lo necesario, como vivíamos en el colegio: unos vaqueros, dos camisas blancas, un par de zapatos y un traje para los domingos. Lo tomaréis a risa, pero me parecía mucho más auténtica aquella vida, sin coches, sin lujos, sin ostentaciones ni falsas apariencias; sólo con lo esencial: amistad y sencillez. Los profesores eran un ejemplo de honradez y los compañeros estaban siempre a nuestro lado. No nos sentíamos solos; siempre había alguien dispuesto a escucharnos, a reír o a llorar con nosotros. Allí hicimos nuestras mejores amistades, las más sinceras, las de verdad. No os lo creeréis, pero a veces echo de menos aquel tiempo.
Barcelona, 14 de junio de 2012.

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