Un puñado de nubes, 88

31-10-2011.
Cuando Amalia llegó a La Luna la mañana siguiente de haber dormido con León en el palacete de Alfonso, Indalecio la miró a los ojos. Se dio perfectamente cuenta del brillo especial de sus pupilas, de la leve sonrisa de sus labios bien perfilados de carmín y de un rubor especial en las mejillas.
—Más parece que vienes de una verbena que de deslomarte de trabajar. Estás guapísima.

—Gracias. Vaya, o está una a dos velas o se le quema el santo. Pero no te creas, que vengo trabajada y bien trabajada —dijo enigmática la mujer—; pero sarna con gusto no pica.
—No, si ya se ve.
—Lo que se ven son estos billetes. Ciento veinte euros por día y medio. Eso no lo he ganado yo en mi vida en tan poco tiempo.
—¿Te los ha pagado León?
—Claro, no va a bajar Alfonso del monte Sinaí ese, donde se está curando. Ya se lo cobrará él cuando regrese; no ves que son uña y carne.
Indalecio quedó poco convencido de las palabras de Amalia y siguió trasteando tras la barra con los vasos y las tazas de café. Amalia pasó a la cocinilla que estaba repleta de cacharros sin fregar.
—¿Te preparo un descafeinado de máquina?
—Vale. Yo me hago mientras una tostada aquí en la cocina, cuando ponga un poco de orden. Falta una un día y medio y está todo manga por hombro. Vamos a ver qué preparamos hoy de tapas.
Amalia estaba satisfecha de la noche que había pasado con León. Había vibrado, se había sentido reconfortada, acogida y cuidada. León había procurado no herirla; había usado con ella mucha ternura y ella había observado en él mucho desvalimiento. No olvidaría nunca aquella noche. Seguro que cuando entrara León por la puerta de La Luna, lo haría avergonzado, como el muchacho que hubiera cometido una falta grave. Pero lo ocurrido quedaría solo para los dos. Sabía muy bien que ni ella ni él volverían a estar juntos. De ese modo. Ella era de un mundo muy diferente a León. Indalecio, sin embargo, era otra cosa: menos complejo, más elemental.
—Oye, Indalecio —avisó Amalia asomando la cabeza por la puertecilla de la cocina—, cuando termine de desayunar quiero hablar contigo.
—Más dinero no puedo darte, ya te lo advierto; si es eso lo que me vas a pedir, está la cosa muy jodida.
—Te voy a pedir mucho más que dinero.
—Estás aviada, tú. No tengo dónde caerme muerto…
—Yo te ofrezco mis brazos.
—¿Para caerme muerto?
—Para acogerte.
—¿Muerto? Como si fueras una Piedad. Si se entera mi madre que…
—Nadie dura eternamente.
—Mi madre sí, ha bebido el elixir de la eterna juventud.
—Pues habrá que rebajar la dosis.
—¿Qué quieres, cargártela?
—A veces eres más bruto que un arao.
Aprovechando un momento en el que el bar estaba solo, sin clientes, Amalia, con la tostada y el descafeinado, se sentó en una de las mesas y le dijo:
—Ven aquí, Indalecio.
El hombre obedeció humildemente.
—Mírame —le pidió Amalia—; mírame bien. ¿Tú qué ves en mí?
—Yo no veo nada raro.
—No me refiero a defectos en la cara, sino como mujer.
—Hombre, Amalia, me pones en un compromiso. Hoy estás más guapa que nunca. ¿Qué va a decir León?
—León no tiene que decir nada porque no hay nada.
—¿Nada de nada?
—De nada. Las cosas fueron como fueron, pero no hay nada entre nosotros.
Indalecio respiró con cierto alivio.
—¿Y Alfonso, el rico?
—Alfonso pica mucho más alto, yo soy del pueblo llano.
—Tú lo que quieres saber qué es lo que siento yo por ti; vamos, que si me atraes.
—Eso: que si te pongo…
—Desde lo de la playa, me pones; claro que me pones…
—Muy bien. ¿Entonces tú estás dispuesto a que nos entendamos?
—Si tú quieres…
—Bien, ya hablaremos; pero vete preparando, va a arder Troya.
—¿Y yo voy a ser el caballo?
 
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