Un puñado de nubes, 87

28-10-2011.
Sonó el móvil de León. Se sobresaltó. Estaba desorientado. Se incorporó. No sabía dónde estaba la luz de la mesilla de noche. Pensó en Alfonso. Seguramente lo estaría llamando ya desde el aeropuerto. Al fin encendió la lamparilla de su lado y una débil luz celeste iluminó unos círculos de la cama. Envuelta en las sábanas, en el centro de la cama, Amalia dormía. Apenas si sus cabellos sobresalían del embozo. León cogió el móvil.

−Diga…
−¿Papá? ­­−era Teresa−; me habías asustado. Llevo llamando un rato al fijo y no coges el teléfono. ¿Dónde estás?
−¿Dónde voy a estar?
−¿No has oído mi llamada? Seguro que estabas en el baño.
−Sí, estoy… en el baño. Me has pillado…
−Bueno, no nada, solo recordarte que tienes que llevar al niño al colegio. Yo tengo que llevar a la pequeña al ambulatorio. Le toca la tercera dosis de la vacuna. Se me olvidó ayer decírtelo.
−Me coges medio aseándome…
−Te espero dentro de media hora, ¿no?
−¿Qué hora es? Preguntó León totalmente desorientado.
−Parece(s) que estás aún dormido, ¿te ocurre algo?
−¿A mí? Estoy muy bien, perfectamente…
−¿Seguro? Te noto algo raro…
−Será que no estoy acostumbrado a dormir tanto. He tenido un sueño profundo, como hacía mucho tiempo que no tenía.
Amalia se incorporó, dobló la almohada y se recostó en ella. León, desnudo, estaba sentado en el borde de la cama. La mujer, instintivamente se acercó a León. Lo abrazó por detrás y le besó los hombros.
−Estaré ahí en tu casa para llevar el niño al colegio, descuida. Si me retraso unos minutos no te preocupes…
−Tu hija, ¿verdad? −susurró Amalia−.
De la manera más natural, como un matrimonio, volvieron los dos a la cama, abrazados. Ninguno comentó lo ocurrido unas horas antes. León lo agradeció.
−Bien −dijo al fin Amalia−, manos a la obra. Hay que ponerse las pilas. Esta casa es mucha casa. León, date una ducha ligera. No querrás ir oliendo…
Teresa estaba ya nerviosa, a la puerta de su casa. Miraba a un lado y a otro. Su padre no llegaba. ¿Dónde se había metido? Al fin lo vio llegar de frente. Aquel no era el camino habitual.
−¿Te ha ocurrido algo?
−No encontraba los zapatos −le mintió−.
−Me tenías preocupada.
−Hola, abuelo, ¿a qué hueles?
−A gel de ducha.
−Hueles de otro modo.
−Es que he cambiado de jabón.
−Anda, deja tranquilo a tu abuelo, vais a llegar tarde. Ya sabes papá que hoy no tienes que recogerlo a la salida. Si me entretengo en el médico y no llego a tiempo, te llamo al móvil. Pero, por favor, tenlo a mano.
El abuelo y el nieto enfilaron la calle camino de la escuela. La mano del niño se enterraba casi por completo en la del hombre. León iba pensando en Amalia, en su cuerpo rotundo, en sus caricias, en sus besos, en sus pezones entre sus labios. Hacía muchos años que no tocaba, no lamía, no acariciaba ni sorbía. El estremecimiento que sintió aquella noche hacía años que no lo recordaba.
−Oye, abuelo, ¿qué es la vagina?
−¿Dónde has oído esa palabra, hijo?
−Se la he escuchado a papá.
−¿Por qué no se lo has preguntado a él? −dijo León descontento−.
−Porque papá me dijo que te lo preguntara a ti que eras más viejo que él y sabías más cosas.
−Verás, puedes preguntárselo a la señora de naturales, y si no te da la respuesta te vienes a casa a merendar y ya veré yo cómo te lo explico.
Pronto al niño se le olvidó el olor del abuelo y la pregunta que le había hecho. Encontró a varios compañeros de clase y dijo:
−¡Hasta luego, abuelo! 
Y el niño se perdió en el tumulto, sin dar a León el beso de costumbre.
***

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