Un puñado de nubes, 86

26-10-2011.
Amalia parecía resuelta. León más indeciso. Él conocía muy bien su cuerpo. Ya había empezado a hablar incluso con él. Materia. Materia vieja y cansada. ¿Y el sexo? Probablemente, Amalia se reiría. Y la torpeza… No, no era lo mismo. No podía ser lo mismo.
−¿En la cama de Alfonso?
−¿Y por qué no? De todas maneras, mañana debo lavar las sábanas…

−¿De verdad, Amalia…?
−Claro. ¿Es que no somos libres?
−¿Indalecio?
−Indalecio es otra cosa. Él no tiene nada que ver con lo nuestro. Yo quiero esta noche estar contigo. Estar. Y luego Dios dirá.
−¿Qué vamos a cenar?
−No es mala pregunta. Ve conmigo a la cocina. Seguro que en la alacena tiene que haber algo. Preparamos una cena fría. Habrá algunas latas de conserva de espárragos o de atún, alcachofas, o cualquiera de esas cosas raras que come tu amigo y algunas frutas en almíbar. Yo me las apañaré. O pedimos una pizza por teléfono…
León cedió, nervioso e inquieto.
−¡De acuerdo!
 Apenas si cenaron. Y apenas si pudieron entablar una conversación acorde. Los dos parecían tener prisa y comían con una excitación diligente. Si por acaso sus miradas se cruzaban, una sonrisa evasiva se apretaba en los labios. Porque los dos sabían desde hacía tiempo que ese momento llegaría alguna vez y ahora, en la inmediatez de su cumplimiento, activaban los gestos, aceleraban las acciones como si quisieran ganar tiempo o ensanchar el que les estaba designado.

 

Los primeros momentos en la cama, desnudos los dos, le recordaron a León la primera noche de boda. Pero la cama de Alfonso era tan grande que ni Amalia ni él se tocaban. Ella rodó hacia León. Y se tocaron suavemente, reconociendo cada uno el cuerpo del otro. El tacto. Habían apagado la poderosa luz que desprendían las bombillas de la araña de techo y sólo dejaron la más tenue de la mesilla de noche, con su fulgor apaciguado y sugerente.

Hacía tiempo que ninguno de los dos sentía en su piel la caricia de otras manos: el itinerario que lentamente recorrían las yemas de los dedos deteniéndose en algún espacio, que creían olvidado para siempre y que de pronto reconocían con un gozoso y emocionado sobresalto. La noche era aún cálida. Por la ventana entreabierta, penetraba una leve brisa y una luz pálida que procedía de una farola del jardín. Sevilla esparcía su esplendorosa vida nocturna por calles y plazuelas. Situado casi en la periferia, al palacete de Alfonso solo llegaba de vez en cuando el amortiguado zumbido de una moto que subía por la cercana avenida. Luego, un denso silencio se apoderaba de los jardines que rodeaban los chalés y palacetes con palmeras, tilos y acacias, en donde palpitaban temblorosos los pájaros.
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