Un puñado de nubes, 84

21-10-2011.

Angelo no dijo ni una palabra durante la despedida en la gran terraza del hotel Schalplaz. Parecía estar ausente, tanto del lugar como de lo que se estaba diciendo. Se había traído los pequeños prismáticos, que utilizaba cuando asistía a algún concierto en la Scala de Milán, y su atención estaba volcada ahora en la riada de transeúntes que, doscientos metros más abajo del hotel, deambulaba por las concurridas callejuelas de Davos.

Imaginaba que cada cual caminaba con su historia inalienable, aunque pasearan en grupo y que, en función de ese itinerario no siempre elegido a conciencia, iban construyendo su existir. A Angelo le deleitaba, especialmente, seguirle la pista a personas que caminaban por calles angostas y delgadas que, sin posibildad de derivación, iban a confluir necesariamente en una concurrida plazoleta, en donde bares y comercios prolongaban sus negocios mediante terrazas y tiendezuelas.

A menudo, elegía a dos transeúntes, mujer y hombre de edades semejantes, que caminaban hacía la plazuela por calles diferentes; y hacía conjeturas a propósito de que probablemente se habían dado cita en la terraza de aquel bar, que él dominaba desde la altura; y que, una vez reunidos, se besarían las mejillas antes de sentarse a tomar algo.

Pero lo mismo que hay personajes que jamás se encontrarán en el espacio reducido de una novela, tampoco aquellas personas, que Angelo dilataba o reducía a su capricho ‑haciendo girar la ruedecilla del prismático‑, se encontrarían nunca. Afluían a la plazuela por calles contrarias; se cruzaban, a veces sin mirarse; a veces se detenían observando y tanteando una oferta de camisas; otras, se sentaban en mesas contiguas, solicitaban una cerveza o un café y observaban el movimiento de unos y otros, sin saber que ellos mismos habían recorrido largas callejas paralelas o contrarias, para encontrarse ahora sentados a pocos metros.

Con frecuencia, Angelo seguía la pista, calle tras calle, a mujeres y se irritaba cuando alguna de ellas se detenía, sin medir el tiempo, delante de un escaparate o desaparecía, de pronto, tras el arco de una puerta y no volvía a aparecer. En cambio, reventaba de placer cuando se cumplía, punto por punto, el itinerario y el lugar de encuentro que él, como un diosecillo, había vaticinado.

Como cuando de niño jugaba a las batallas con soldaditos de diferentes colores y atuendos, a los que él guiaba y desplazaba tomándolos, como piezas de ajedrez, por la diminuta cabeza. Nadie avanzaba ni retrocedía sin que él lo decidiera; nadie caía tumbado sobre un montocito de arena, dispuesto en un mínimo campo de cartón, sin que su caída no estuviese precedida por el ruido minúsculo de un cañonazo o de un disparo, que él había reproducido con sus labios infantiles.

Mientras tanto, Alfonso estaba diciendo que los invitaba a pasar unos días en su casa de Sevilla, cuando terminaran de resolver los asuntos farmacéuticos en Florencia. Y que, si estaban de acuerdo, zanjarían de una vez el contencioso con los Corleone.

—Estoy seguro —apuntillaba Alfonso— de que os va a encantar Sevilla, sus monumentos y jardines, los paseos por la ribera del Guadalquivir, la excelente cocina típicamente andaluza e incluso, si dispusierais de tiempo, podríamos visitar Córdoba y Granada.

En el generoso impulso de su agasajo, Alfonso no se daba cuenta de que Angelo apenas lo escuchaba: su mirada, pegada a los prismáticos, se había perdido entre los transeúntes, como si fuera uno de ellos. Le complacía pensar que caminaba con ellos, sin que se apercibieran ni adivinaran que alguien los observaba desde una tan cercana lejanía. Angelo sentía una insensata y agradable promiscuidad cuando, impunemente, deslizaba su mirada, desde la nuca hasta las caderas, por la figura de una joven paseante.

Esa sensación de voyeur inadvertido e impune le producía un sentimiento de propiedad, que se manifestaba mediante una tímida sonrisa placentera, inmediatamente advertida por Maurice.

—Deja ya los prismáticos, Angelo, que te está hablando Alfonso.

Y entonces él obedecía, no sin desgana, porque en ese momento estaba entreverado en un grupo de chicas jóvenes, vestidas con desenvoltura, que intercambiaban miradas cómplices y risas silenciosas, porque él no las podía oír. Cuando esto ocurría, Angelo posaba los prismáticos sobre la mesa, se cruzaba de brazos y piernas y, con aspecto condescendiente, se disponía a escuchar a Alfonso.

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