Un puñado de nubes, 82

17-10-2011.

Invitarlos a Mauricio y a Angelo Sevilla, a su palacete sevillano ya limpio y arreglado, porque León le habría pedido a Amalia que se encargara de asearlo, ya que después de la disputa con los Corleone había quedado caótico y él no había tenido ni gana ni fuerzas, ni siquiera para colocar las destartaladas sillas en su sitio y las butacas en el emplazamiento exacto del salón.

Invitarlos a pasear por los jardines de la Buhaira, donde las hojas de octubre empiezan a deslizarse por el aire, siguiendo espirales imprevistas hasta arrastrarse por el suelo, empujadas por un vientecillo todavía suave.

Presentarlos a León, ese viejo amigo que parecía moverse con la exasperante y densa lentitud de una novela de Muñoz Molina y que, probablemente, los miraría de soslayo, cuando con tanta naturalidad (y, para su gusto, con demasiada frecuencia) se besaban las mejillas o se tomaban de la mano, cuando cruzaban por un paso de peatones.

Ofrecerles un aperitivo modesto en el humilde bar La Luna, como pretexto inverosímil de que conocieran la soltura del dicharachero Indalecio y a la amable y todavía bella Amalia. Decirles que allí la conocieron en circunstancias de un dudoso equívoco. Y allí, retrepados en las flácidas sillas de anea del bar La Luna, tomando una cerveza y unos cacahuetes, o sentados en uno de los duros bancos de piedra de La Buhaira, él mismo, Alfonso, les contaría escuetamente la tremenda y lastimosa historia de Aymara-Rosalva, esclava de los Corleone y hoy a salvo en su tierra peruana. Y ellos, Maurice y Angelo, le propondrían la manera de hacer para que los mafiosos desaparecieran, resolución sobre la cual él, en ese momento, no tenía ni idea, porque esperaba que se la manifestaran aquella misma tarde, antes de que, desde el aeropuerto de Zurich, volaran para Roma, en donde los esperaba el padre de Angelo.

Todos estos pensamientos fugaces cruzaban la mente adormecida de Alfonso, mientras la copa vacía, suspendida de los dedos de su mano, parecía que iba a caer irremisiblemente, mientras los bosques se ponían rojos y amarillos y mientras el oblicuo sol de septiembre quemaba con destellos dorados las laderas abiertas al poniente, antes de naufragar tras las ásperas crestas del Brämabüel y del Jakobshorn.

El sol de otoño tenía una lenta pesadez melosa, que entibiaba el aire y dejaba, en las vertientes, las hojas recién caídas de serbales y abedules como finas esponjas doradas, por donde correteaban las trepidantes ardillas a la búsqueda de piñones y de los últimos arándanos. A veces bajaba, de las austeras cumbres, el lejano resoplido de un fusil de caza.

El tiempo, inamovible, parecía haberse adormecido en los párpados de Alfonso. De pronto, la transparencia del aire, en aquella mañana tibia de septiembre, pareció enturbiarse en la mente de Alfonso cuando, de manera intempestiva, le asaltó el recuerdo de «la rubia del póquer»; la idea de que su provocante figura pudiera desbaratar todos los proyectos le hizo erguirse sobre el asiento y apretar con fuerza el cristal de la copa. En ese mismo momento, se oyó sonar el móvil. Era Maurice. Las cosas estaban claras. Efectivamente, «la rubia del póker» había tenido el descaro de presentarse ante la puerta del apartamento y preguntar por Angelo, con una voz lo suficientemente vigorosa y al mismo tiempo acaramelada para que éste la oyera. Pero Angelo ha sabido revolverse de manera responsable e inteligente.

Maurice parecía haber recobrado su ardiente ánimo, desvencijado por la sospecha de la eventual fuga de Angelo con la prostituta rusa. Había apuntalado su vida en la de Angelo y un tembloroso escalofrío recorría su espalda cada vez que, en el joven italiano, se despertaba la llamarada del sexo femenino. Pero su carácter impermeable e independiente no dejaba ninguna fisura que permitiera prevenir el más mínimo desliz. Antes bien, como no tenía ningún proyecto de vida concreto, respondía de la manera más aleatoria y antojadiza a las situaciones más dispares. Esos desvaríos ulceraban a Maurice y lo llevaban al borde de la depresión.

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