¿Me dormiré?

16-10-2011.

A mí siempre me ha gustado memorizar hechos y secuencias que he vi­vido o he visto y que, en el transcurrir del tiempo, no se han enturbiado en mi memoria. No es que tenga ninguna importancia lo que a continuación voy a narrar: un hecho de los muchos que viví y que están relacionados con la guerra, sublevación, movimiento, revolución, alzamiento glorioso… Cada bando le dio su calificativo.

Corrían los primeros meses de esa contienda. En el taller, ya normalizado, se trabajaba a tope; no lo que era habitual, como las jáquimas, albardas, ataha­rres y enseres para la cosecha venidera de la aceituna. La mayoría de las fincas y cortijos estaban colectivizados y apenas había hombres jóvenes o maduros que pudieran trabajar el campo. Todo lo que trabajábamos era para la guerra. Los militares, casi a diario, nos visitaban por sus fundas de pistola, sus correajes o los leguis Especie de media calza, hecha regularmente de paño o cuero, que cubre la pierna hasta la rodilla y a veces se abotona o abrocha por la parte de afuera’. No sé de dónde salieron tanta pistola, revólveres y hasta trabucos. Yo ya conocía algunas marcas de pistolas como Star, Astra y algunas más de tanto verlas y nombrarlas sus nuevos dueños.

La 25.ª Brigada mixta se organizó aquí en Úbeda y su cuartel estaba en el antiguo casino de los señores, en La Corredera, hoy el Banco de Santander. Todo el equipo que se estrenó en el frente de Pozo Blanco se lo hicimos en el taller. Yo cooperé en ese trabajo, aunque fui el último por mi condición de aprendiz. El batallón, que igualmente se organizó de la 24.ª Brigada con acuartelamiento en la iglesia de la Trinidad, fue pertrechado en Casa Biedma.

Un día de aquellos, nos visitó un militar de alta graduación, habló con el jefe en su despacho y, después, nos enteramos de que le había encargado un elevado número de equipos de campaña. Empezamos a trabajar. El jefe se fue a Barcelo­na a por pieles y herrajes, pues las tenerías de Úbeda no daban abasto, a pesar de que se sacrificaban muchos caballos y burros. Por entonces, circuló un chiste. Se decía que en la zona roja no había nada más que listos, pues los burros nos los estábamos comiendo. ¡Yo comí de esa carne!, y en aquel entonces no me pareció mala. Es muy parecida a la de vaca; su tono es gris brillante, con anchas briznas. Si algún lector tuviera deseos de degustarla, le recomiendo que sea frita en pe­queñas tajadas, con aceite de oliva.

Cuando el jefe volvió de Cataluña, ya estábamos enfrascados, fabricando los equipos. El tiempo corría veloz y no dábamos abasto para atender tanta demanda. Los militares y paisanos, que vivían en Úbeda, parecía que se habían puesto de acuerdo. Todos tenían prisa por lucir la funda de su pistola en el cinto. El taller estaba colapsado de tanto encargo. Entonces, decidió el jefe que trabajáramos diez horas, en vista de ese agobio. Un día, nos visitó el militar que nos había hecho el encargo, después de discutir con el jefe y argumentar que tan necesario y eficaz es un combatiente en el campo de batalla como un trabajador en la retaguardia; y que unos y otros tenían que marchar unidos para un final feliz, porque el eslogan nuestro es: «¡No pasarán!». Ante estos razonamientos, no era caso de llevarle la contraria al coronel, pues creo que era esa su graduación. El jefe le prometió que, en el plazo de 48 horas, su encargo sería satisfecho. En eso, se retiró el coronel y el comisario que le acompañaba.

El jefe reunió a la plantilla y nos anunció que esa noche había que estar trabajando. Os marcháis a cenar y a las nueve aquí. Nosotros se lo dijimos a nuestra madre y ella, naturalmente, dijo que no. Mi padre le argumentó que era lícito que al jefe, si se veía en un apuro, teníamos que ayudarle. Mi madre subida de tono replicó:

—¿Es que los militares van a mandar en mis hijos, en dos niños?

Mi padre le contestó que iría a hablar con el jefe, a ver si era verdad. Cuando vino y dijo que nos fuéramos, que todo estaba arreglado, mi madre seguía con el mal humor, pero ahora con mi padre.

—¡Tú es que no sabes decir que no! —le replicó—.

Mientras cenaba, me hice un sinfín de consideraciones.

En mis trece años de vida, siempre había dormido en mi casa; siempre bajo la maternal mirada y el cuidado de mis padres. Eso que esta noche iba a acontecer era para mí una vivencia nueva. Dormir fuera de mi casa… ¡no!: pasar una noche fuera del hogar trabajando, cooperando en una causa lícita. Como decía el teniente Retamosa: «Esto nuestros hijos lo disfrutarán».

Cuando a las nueve salimos de casa para echar una nueva jornada de trabajo, seguía pensando y considerando que parecían las calles y los portalillos de otra manera, acostumbrado a verlos inundados de luz y bullicio, cuando por la mañana y por la tarde íbamos a trabajar. «¿Me dormiré?», interiormente me pre­guntaba; «¿podré resistir esta prueba?».

Cuando llegamos al taller, naturalmente las puertas estaban cerradas. Llamamos y enseguida nos abrieron. Ya, muchos tenían los mandilones puestos y la faena iba a comenzar con cada cual en su puesto. Unos cosiendo a dos agujas cartucheras, tahalíes Pieza de cuero que, pendiente del cinturón, sostiene el machete o el cuchillo bayoneta’, cortando y rebajando los cinturones. Nosotros, los apren­dices, lijando y rebajándoles los cantos a correas y trinchas ‘Ajustadores que ciñen’.

La noche se hizo larga, a pesar de que cada uno le dio su toque de humor: unos con chistes, otros con historietas que a mí me encantaban; de esa manera, mis pupilas no llegaron a cerrarse.

Cuando, por las lucernas que había encima del taller, empezaron a filtrarse tímidamente los claros del naciente día, el jefe nos mandó a dos aprendices a la buñolería del Rincón a por varias roscas de buñuelos calentitos, que nos supieron a gloria. Ya, con el trabajo vencido y más relajados, seguimos ultimando y em­balando todo el equipo.

He mentado frases del teniente Retamosa. El referido militar estaba ya metido en años. Creo que más que militar era político. Al taller iba diariamente. Era catalán y, a gala, decía que era de Villa Franca del Penedés, donde se criaba un vino riquísimo. El tabaco en aquellos tiempos estaba escasí­simo. Él, todos los días llevaba una bolsa de picado, que equitativamente repartía entre los oficiales; los aprendices estábamos exentos de eso. Ese señor, de esa y otras maneras similares, se metió en el bolsillo a toda la plantilla de Casa Biedma.

Cuando repartían el tabaco, no me daban deseos de participar; y hoy, a mis 75 años, tengo la misma reacción que en aquellas fechas…

Pasados unos meses, nos enteramos de que todos aquello equipos que tan laboriosamente hicimos, en una operación cayeron en manos del enemigo; y así decía uno de aquellos trabajadores que trabajaba el cuero:

—¡Mi mujer ha malparido: trabajo perdido!

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