Un puñado de nubes, 80

12-10-2011.

La larga conversación telefónica que mantuvo León con su amigo Alfonso le dejó un sabor agridulce. Al menos había escuchado su voz, sus disparatados proyectos, el anuncio de su próxima llegada y el encuentro que tuvo con viejos conocidos. «El mundo es un pañuelo», pensó León. Seguía, sin embargo, dudando si proponerle a Amalia lo de la limpieza del palacete. Mientras se decidía, se encaminó por la avenida hasta el jardín de la Buhaira. Al menos allí, bajo los naranjos o los olivos, estaría más fresco que en la calle. Al parecer habían regado por la mañana temprano y el ambiente era muy agradable.

En el jardín no había nadie. Algún pájaro trinaba oculto en los cipreses. El murmullo del chorro de la fuente de mármol le refrescaba y le producía cierta soñolencia. Una paloma de plumaje azulado bebía en la taza. Casi se queda traspuesto. A sus pies sintió de pronto un golpe. Era un balón desgastado. No había nadie cerca. Sin embargo, intuyó que alguien estaba escondido, temeroso, detrás de alguno de los árboles. Tuvo la intención de levantarse, lanzar la pelota al aire y propinarle una buena patada al cielo. Pero no, él nunca había sido un buen pelotero; Alfonso, sí. Así que con la suela del zapato jugueteó torpemente con el balón, esperando que apareciera su dueño. Y apareció un crío.

—¿Me la echas?
—¿Así que es tuya?
—Sí.

Tendría unos diez años, llevaba el uniforme de un colegio, seguro que el del Portacoeli.

—¿Y qué haces que no estás en el cole?

—Espero a mi madre, me tiene que recoger para ir al dentista. Me tienen que hacer un empaste. ¿Tú tienes empastes?

—Yo casi no tengo dientes —dijo León en broma—.

Una mujer joven cruzó la verja. Se notaba nerviosa.

—¿Por qué no me has esperado a la puerta del colegio? ¡Menudo susto me has dado! Anda, que vamos tarde.

El crío se dejaba el balón.
—¡Te dejas el balón!

El niño regresó al banco de León y, sin decir nada, agarró la pelota y la colocó bajo el brazo.

—¿Cuántas veces te he dicho que no hables con extraños? —le regañó la madre. Y se perdieron entre los árboles—.

León, poco después, se dirigió a La Luna, a ver si encontraba allí a Amalia y, de camino, tomarse una cerveza bien fresquita.

—Entró la luz del sol por esas puertas; La Luna se ilumina —saludó Indalecio al recién llegado—.

—Menos cachondeo, ¿eh? Ponme una cerveza. De amigo, ya sabes…

—Acalorado viene don León del fuego del desierto. ¿Acaso echa de menos a su “doble”?

—Mi doble anda en las nubes.
—¡Coño, ni que fuera un pájaro!

—Más o menos. Está en las cumbres de los Alpes.

—«Arriba en las montañas tengo un nido…» —canturreó Indalecio una vieja canción del año de la polca, mientras tiraba una apetitosa cerveza de grifo que, de fría, empañaba el cristal del vaso largo—.

León dio un trago largo y se refrescó.

—Buena, ¿eh? —e Indalecio se sirvió otra cerveza—. Por acompañar. Ya ve usted cómo está el panorama, y la hora que es —señaló el resto del local casi vacío—.

—¿Está Amalia?

—Ya me extrañaba que no hubiera preguntado por ella. ¡Amalia, aquí está don León, te reclama! —se dirigió hacia la puerta de la cocinilla del bar, llamándola—.

Amalia apareció secándose las manos con el delantal. En la frente, se le destacaban varias gotas de sudor, igual que en la zona del labio superior.

Se dieron la mano cada uno a un lado de la barra.

—Mira, me gustaría hablar contigo un momento. ¿Puedes?

—Sí, claro: pero no me asustes. ¿Pasa algo?
—No pasa nada, verás…

Ella salió de dentro y se sentó con León en una mesa. Indalecio, entrometido, los vigilaba. En realidad estaba algo celoso. Sabía muy bien que no podía competir con León, y mucho menos con el rico suizo. Pero durante el verano y en los días que fueron de excursión a la playa, entre los dos parecía que podía surgir algo más que amistad.

—Espero que no te moleste lo que te voy a proponer.

—¿No será una indecencia?
—¿Qué cosas tienes, Amalia…!

—¡Entonces, déjate de misterios y di lo que tengas que decir!

—¿Quieres ganarte unos euros extras?

Amalia se quedó mirando a León. No, no era él esos…

—¿Cómo y cuándo? Y según…

—Alfonso viene dentro de una semana y me ha encargado que busque a una mujer…

—¡Cómo no!
—No es lo que tú crees!
—¿Ah, no?

—Su casa lleva todo el verano cerrada y quiere que alguien de mi confianza le haga una limpieza a fondo.

—¿Así que era eso? —preguntó Amalia en cierto modo desilusionada—. Pues mira, ya que me lo propones, me lo pensaré.

—No tardes, me corre prisa.
—¡Ya me lo pensé!
—A eso se llama rapidez.

—Mira, tendrá que ser en las horas de poco trabajo en el bar. A eso de las cuatro o las cinco: puedo echar la tarde. Y si hace falta algún día más…

—Tú lo ves. Me llamas por teléfono y yo te espero a la puerta del palacete.

—Una cosa antes. Por menos de diez euros la hora no trabajo.

—El dinero no será un obstáculo…

—¿Ah, no? Pues entonces, por ser amigo, podíamos poner… quince euros la hora.

—Lo que tú digas.

Amalia se levantó, cogió entre sus manos el rostro tostado de León y le estampó un par de besos sonoros en la mejilla; luego miró a Indalecio, que había seguido toda la conversación, y con picardía le guiñó un ojo y le hizo un mohín cómplice.

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