Un puñado de nubes, 78

07-10-2011.

Hacía ya unos días que León le estaba dando vueltas a una idea que se le había ocurrido. No dormía bien por las noches. El calor era agobiante. Tampoco quería poner el aire acondicionado. No le gustaba dormir con él puesto. Se le secaba la garganta y respiraba mal. Sin embargo, en esos primeros días de septiembre, tras la vuelta de la playa, tardaba en conciliar el sueño, daba vueltas en la cama. Si acaso, con un Orphidal, podía relajarse, aunque no era partidario de las pastillas. A las cinco de la mañana ya estaba despierto. Iba al baño, volvía a la cama y, entre duermevelas, se sumergía en pesadillas y sueños extraños.

Una de aquellas noches de insomnio lo decidió, aun contraviniendo la promesa que le hizo a Alfonso antes de que cada cual se marchara a pasar el verano fuera de la ciudad: no se llamarían por teléfono. Pero aquella mañana decidió coger el móvil y marcó la retahíla de números que, «Por si acaso ocurría algo importante», le había indicado Alfonso antes de salir para Suiza. Eran poco más de las diez.

Alfonso, perplejo por la imprevista retirada de Maurice y Angelo, se había quedado solo en el comedor del hotel Schatzalp. Esta estampida lo había defraudado, porque hubiera querido hablar con Maurice a propósito de qué solución dar al asunto del mafioso Corleone. Terminaba de comer un croissant con mantequilla y mermelada cuando sonó el móvil. «Ah, aquí está Maurice ‑pensó Alfonso‑».

—Dime, dime, Maurice. ¿Han vuelto las aguas a su cauce?

—¿Alfonso?
—Sí, soy yo, Maurice, dime.

—¡Qué Maurice ni qué niño muerto! ¡Que soy León, Alfonso! ¿Es que ya no reconoces mi voz?

Un poco contrariado, pero gozoso al mismo tiempo, Alfonso preguntó:

—¿Eres tú, León? ¿Sucede algo?
—No, nada.

—Por nada no me llamas. ¿Me vas a decir que me echas de menos?

León debió confesarle la verdad, pero rechazó aquella idea que podría sugerir una necesidad afectuosa.

—Estaba preocupado, más que nada por saber cómo iba el tratamiento con el doctor chino.

—No me engañas. Te sientes solo, ¿verdad? ¿A que te habías acostumbrado a mí?

—Mira, déjate de mariconadas.

—No te enfades, oye, cuelga, que te va a costar un riñón. Además, ahora mismo estoy ocupado. Te llamo dentro de un rato.

Aquella frase le molestó a León. La verdad es que Alfonso la había dicho sin ninguna intención. Solo pretendía que a su amigo no le corriera la cuenta de la compañía de móvil…

Alfonso telefoneó a Maurice para decirle que, a modo de despedida, podían almorzar juntos y ponerse de acuerdo sobre la cuestión de Corleone.

—De acuerdo, Alfonso —se le oyó decir a Maurice—; dentro de un par de horas en el restaurante «temático» del hotel.

La voz de Maurice parecía totalmente normal. Probablemente había sopesado con Angelo los pros y los contras que dieron lugar al pequeño conflicto entre los dos, y había logrado que la situación se restableciera.

Alfonso salió del restaurante y pulsó el botón del ascensor para subir a su habitación. Eran sólo dos pisos, pero no se sentía con ganas de subirlos a pie. Cuando se abrió la puerta del ascensor vio que en su interior estaba “la rubia del póquer”. Le deseó los buenos días en alemán y ella respondió con una voz dulzona y un tanto insinuante. «¡Que estará haciendo este bicharraco por aquí!», se preguntó Alfonso. Cuando iba a salir del ascensor, Alfonso echó una ojeada a los botones luminosos que indicaban cuál era el próximo piso en donde se detenía. Era el sexto. Donde Maurice y Angelo tenían su habitación.

Lo primero que hizo Alfonso tras cerrar la puerta de su habitación fue dirigirse a su terraza y, al tiempo que se sentaba en un cómodo butacón, marcó el número del móvil de León.

***

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