Todos pudimos ver unas imágenes por la televisión en las que presentaban una pelea entre dos niños, metidos en una jaula y rodeados de adultos. La pelea constaba de todos los elementos clásicos de las mismas luchas entre adultos, a saber: árbitro, mánager y cuidadores, tiempos de asaltos, las señoritas ligeras de ropa que los anuncian, las apuestas, etc. Todo lo que una pelea‑espectáculo lleva consigo.
Si ya es cuestionable el que se produzcan peleas entre adultos (boxeo, lucha libre, etc.) del tipo más violento y no digamos de las ilegales que existen en las que se permite “todo”; si ya es éticamente reprochable el fomento de la violencia por la violencia, de las más bajas pasiones y más bajos instintos que no nos llevan a ser mejores que los animales (ellos lo hacen por motivos estrictos de supervivencia), díganme cómo explicamos lo anterior, la bajeza total, la infamia y la degradación en que incurren esos adultos que llevan a sus niños a tales extremos.
Lo tratan de justificar los padres («A los niños les gusta», dicen), los promotores del espectáculo, los entrenadores, con unos argumentos que ni se sostienen, pero lo peor no es que no se sostengan los argumentos, lo peor es que esgriman esos argumentos. La bajeza es absoluta; el desprecio a esos niños es total.
Si hay algo peor es que la policía dice que no hay nada ilegal en estos casos y no los puede impedir. No sé como está la ley en Inglaterra al respecto, pero ¿es posible que se puedan hacer estas barbaridades sin que se inflijan las leyes?; ¿no habrá una ley de protección del menor en estas tierras…? Algo habrá, me figuro yo, que se pueda aducir y aplicar para parar estos espectáculos indecentes. ¡Se escandalizan por una pelea de gallos (es un suponer) y no… por esto!
Indicaba que parte de la explicación de los disturbios de Tottenham era la de la falta de valores y aquí se muestra eso en toda su crudeza. Una sociedad podrida que permite tales cosas no es una sociedad sana, sino despreciable. Y que puede contener el germen de otros males más intensos.
La hipocresía es un mal endémico en las llamadas sociedades civilizadas. Sirve, a veces, como amortiguador de tensiones, enmascara enfrentamientos, los evita, no es bueno eso del «Yo siempre digo la verdad, porque soy muy sincero», pues generalmente quien esto afirma es un mentiroso compulsivo, un vanidoso engreído y, lo que es peor, una persona con síndrome de inferioridad que cree que su mejor forma de atacar/defenderse es con la amenaza de sus verdades. Así que la hipocresía, aún cumpliendo una función social, sirve muchas veces como coartada y justificante de lo que se hace a sabiendas de que no debe hacerse.
En el caso de los niños luchadores, hay mucha. Sabíamos de esas luchas de niños en pueblos asiáticos o del tercer mundo (como sabemos, el comercio sexual con ellos) y nos indignábamos aunque “como era en esos países sin control ni civilización…”; mas ahora, ¿cómo lo justificamos? Pues habremos de reconocer que somos tal cual ellos, los del tercer y depauperado mundo, pero sin ningún justificante.
Que están ahí y en muchas ocasiones se consienten. Y si nos da cierta vergüenza (lo defienda quien lo defienda) el caso del Toro de la Vega no nos podemos conformar con que no hay leyes que lo impidan, porque las hay. Desde la supuesta superioridad con que se nos mira (¡y no digamos a otras naciones de otros continentes, más desfavorecidas!), en estos casos y por esa misma superioridad no se deberían entender ninguno de los casos que se saben ocurren en las mismas. ¿Entendemos que para aprovechar la piel de las tiernas focas haya que perseguirlas a mazazos, en la supercivilizada Canadá?; ¿entendemos que en el más que civilizado Japón se haya escondido hasta hace muy poco la gran matanza anual que se perpetra con los delfines?; ¿y la de renos en Laponia?; ¿y…? Pues sí, que hay más y más hechos que darían mucho que decir y acusar, en las mismas naciones que se alarman y acusan, cuando el torero se alza sobre un toro, en plaza cerrada y de tú a tú (no crean que estoy defendiendo sin más a la tauromaquia, que habría muchos y no demasiados benévolos matices).
Pero el colmo, ya lo peor que se puede decir de esos tan civilizados ingleses, es que permitan que unos niños, ¡unos niños!, metidos en jaulas, como animales, se comporten como tales, para divertimento de unos adultos despreciables y criminales.