Conciencia artística en el Lazarillo de Tormes, 1

06-10-2011.

“Prodesse” y/o “delectare”

Es cosa sabida: la narración autobiográfica “ficticiamente real” debuta en la literatura española con el delicioso y anónimo relato titulado La vida de Lazarillo de Tormes y de sus fortunas y adversidades (1554). Con él queda abierto el camino a un género narrativo totalmente nuevo y genuinamente español: la novela picaresca a la que probablemente Cervantes deba tanto como a los novellieri del cinquecento italiano.

Tampoco se ignora que, en esta novelita, el narrador se expresa en aceptable coherencia con la humilde condición social y cultural de su protagonista, es decir, en un lenguaje salpicado de giros y locuciones populares, proverbios, idiotismos, etc.

Pues bien, esta prosa que con tanta fidelidad imita el lenguaje hablado y cotidiano de la “gente corriente” de la primera mitad del siglo XVI ha hecho que algún crítico defienda la tesis de la oralidad del Lazarillo, entendiendo por esto que nuestra obra estaría pensada y escrita para la expresión oral, es decir, para ser leída o recitada en público.

Propuesta razonable si se tiene en cuenta el carácter fundamentalmente tradicional y folclórico de las anécdotas lazarillescas, así como el exiguo número de personas alfabetizadas en la época. Pero hipótesis que hay que considerar con prudencia ya que, incluso en aquellos pasajes en los que el narrador parece acercarse más al lenguaje hablado, dicho narrador recurre a una serie de recursos estilísticos cuya estrategia retórica y fonolingüista sólo me parecen accesibles en una lectura reposada y alerta; dudo, en cambio, que pudieran ser apreciados mediante una lectura “pregonada” como pretenden quienes defienden la tesis de la oralidad del Lazarillo.


Uno de los pioneros de este tipo de estudio es el hispanista suizo Gustav Siebenmann en su libro titulado Ueber Sprache und Stil im Lazarillo de Tormes. Berna, 1953. G. Siebenmann refuta, precisamente, que el estilo del Lazarillo sea sencillo y simple, y concluye afirmando que una de las grandes conquistas del Lazarillo consiste en haber logrado fusionar magistralmente “los sencillo” y “lo artificioso”.


Que en el Lazarillo estén presentes sencillez y artificio en maravillosa y sutil amalgama, ya ha sido subrayado en varias ocasiones y ello tanto desde un enfoque estilístico como narratológico. Este último aspecto ha sido minuciosamente analizado por el hispanista francés Ch. Minguet, quien, apoyándose en las investigaciones de lingüística estructural de Pottier, Greimas y Barthes, demuestra de manera convincente que el Lazarillo «est beaucoup plus élaboré qu’il n’y paraît» es mucho más elaborado de lo que parece.


Charles Minguet en Recherches sur les structures narratives dans le Lazarillo de Tormes, Paris, Centre de Recherches Hiapniques, 1970, p. 14.


Esta frase de Minguet puede ser considerada como el cierre de toda una larga polémica que en la década de los sesenta dividió en dos bandos antagónicos a los especialistas de nuestra novelita, polémica que culminaría con aquellas palabras del llorado maestro del hispanismo francés, Marcel Bataillon: «En mi opinión, el Lazarillo no tiene nada de sátira virulenta; su intención principal es diferente: se trata de una proeza artística».


Marcel Bataillon, La vie du Lazarillo de Tormès, Paris, 1968, p. 16.


Actualmente, y teniendo en cuenta la abundante bibliografía que se ha ocupado del problema relativo a la intención del Lazarillo, no parece aceptable una lectura que lo sitúe al margen de cualquier preocupación o planteamiento crítico con respecto de los valores morales, religiosos y socioeconómicos de la España de Carlos I. Tal postura equivaldría a excluir al Lazarillo del contexto humanista y reformista en que nació.


Véase la ingente bibliografía reunida por J. V. Ricapito en su libro Bibliografía razonada y anotada de las obras maestras de la picaresca española, Madrid, Castalia, 1980.


Ocurre, sin embargo, que, por muy dura que sea la crítica del anónimo autor del Lazarillo, ello no implica que éste no haya buscado, incluso prioritariamente, un objetivo artístico. No admitir este propósito estético equivaldría, también, a ignorar que el humanista del Renacimiento había hecho suya la sentencia de Cicerón: honos alit artes, omnesque incenduntur ad studia gloria el honor fomenta las artes, y todos los quemados a las ocupaciones de la gloria’, superando en cierto modo el equilibrio del “prodesse et delectare” ‘aprovechar y deleitar’ horaciano.


Marcus Tulius Cicero, Tusculanas, 1,24. A esta sentencia alude precisamente el anónimo autor en su Prólogo al Lazarillo.


No es ocioso, es cierto, recordar que el Lazarillo fue incluido en el famoso Índice establecido por Valdés cuando en 1559 la Inquisición sancionó todo tipo de literatura, profana o religiosa, imbuida o sospechosa de luteranismo o de erasmismo. Pero tampoco es estéril recordar las razones por las que, diez años más tarde, el Lazarillo fue reeditado. En efecto, Juan López de Velasco, secretario del Consejo de Indias, fue encargado por la Inquisición de establecer un nuevo Índice en donde se precisaran las razones de la exclusión o de la aceptación de una obra cualquiera; y, al tratar del Lazarillo, López de Velasco propuso su reedición, porque, decía, «es una representación tan viva y justa de aquello que imita con tanto espíritu y gracia que, en su género, debe ser estimado»; y López Velasco concluye añadiendo que «además es por ello que [el Lazarillo] ha sido siempre muy apreciado». Y así, el Lazarillo, fue reeditado en 1573, aunque “castigado”, es decir, eliminando en él ciertos pasajes improcedentes en materia de religión.


Véase Marcel Bataillo, obra citada, p. 48.


Si pensamos que, en principio, un lector del siglo XVI estaba mejor situado que nosotros lo estamos con respecto a saber de qué y cómo está hecho el Lazarillo, no tiene por qué extrañarnos que las consideraciones contemporáneas acerca de la novelita atiendan sobre todo al “decoro” y que constantemente aludan al talante divertido de las travesuras del protagonista, así como a la gracia, la elegancia y al deleite de su escritura. He aquí algunos testimonios no muy lejanos al año de la reedición del Lazarillo de López Velasco:

—«Libro de entretenimiento» lo calificó el bibliógrafo Valerio Andrés Taxandro en su Catalogus clarorum Hispaniæ scriptorum del año 1607;

—«Libro de sátira y entretenimiento» lo llamó el jesuita y también bibliógrafo A. Schott en su Hispaniæ Bibliotheca de 1608;

—y, finalmente, en su Historia de la Orden de San Jerónimo (1605), el fraile historiador Jerónimo José de Sigüenza confiesa admirar al anónimo autor del Lazarillo, por «la propiedad de la lengua castellana y el decoro de las personas que introduce con tan singular artificio y donaire, que merece ser leído de los que tienen buen gusto».


Véase Francisco Rico, Lazarillo de Tormes, Barcelona, Planeta, 1976, pp. XVI-XIX.


—Son todas ellas opiniones que encarecen el estilo del Lazarillo, y que no renegarían los teóricos de la lengua castellana de entonces: desde Juan de Valdés en su Diálogo de la lengua (1536) hasta Alonso López Pinciano en su Philosophia Antigua Poetica (1596), pasando por los preceptistas en el arte de bien escribir coetáneos al Lazarillo, como Antonio de Torquemada en su célebre Manual de escribientes (1552).

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