Un puñado de nubes, 77

05-10-2011.

Antes de sentarse Alfonso a la mesa para desayunar con Maurice, se imponía la convención del protocolo:

Guten morgen ‘Buenos días’, Maurice. Geht es dir gut ‘¿Se encuentra usted bien?’?

Sehr gut ‘Muy bien’. Und dir ‘¿Y usted?’? —preguntó a su vez Maurice, sonriendo—.

—Pues si te digo la verdad, más bien mal. ¿Y Angelo? —añadió Alfonso mientras se sentaba—.

A Maurice se le oscureció un poco la vista cuando contestó:

—Llegará de un momento a otro. Anoche volvió a la habitación bastante tarde. Ya sabes: la rubia del póquer… Yo lo estuve esperando… —dijo como consternada—.

—Pues yo —respondió Alfonso, sin darle mucha importancia— he tenido un montón de pesadillas toda la noche.

—Se te nota en la cara. Desde anoche parece que ha pasado por ti mucho tiempo. Estás como estragado. Ya te dije, cher ‘querido’ Alfonso, que no hay que mezclar güisqui con… ¡Ah, disculpa! —rectificó—. No me acordaba de que me dijiste que habías dejado la cocaína.

—Te mentí, Maurice. Perdona. No sé por qué, pero te mentí. Me parece que fue para que Angelo no se enterara de que tenías un amigo drogadicto. La verdad es que sigo tomándola, aunque en pequeñas dosis. No sé si te he dicho que si he venido a Davos no ha sido sólo para pasar un verano tranquilo, sino, sobre todo, para liberarme de la adicción.

—¡Y pensar que fui yo quien te indujo al consumo de la cocaína, cuando nos conocimos en la Nestlé! Pues yo también te he engañado, amigo Alfonso —y Maurice miró hacia la puerta de entrada para cerciorarse de que Angelo no entraba—. Te mentí anoche, cuando te dije que me daba igual que Angelo se acostara con la rubia del póquer. No es verdad. He pasado una noche terrible: los celos no me han dejado dormir… Tengo miedo de que una vez me abandone. No sé si lo soportaré —terminó con aire acongojado—.

En ese momento, se abrió la puerta y apareció Angelo, radiante. Saludó a Alfonso y besó a Maurice en las mejillas. Se sentó y, como si tuviera un apetito incontenible, se frotó las manos y empezó a servirse un desayuno continental inglés completo: zumo de naranja, té, tostadas con mantequilla y distintos tipos de mermelada, huevos duros, bacón y selección de cereales con miel. Mientras Alfonso se preguntaba dónde podría meterse Angelo tanta comida, Maurice parecía desentenderse de la cuestión. Sabía que Angelo tenía la costumbre de desayunar copiosamente por haber vivido en Inglaterra una parte de su infancia. Como sabía que a Maurice no le agradaría que la conversación girara en torno a lo sucedido en la noche anterior, Alfonso, por decir algo, preguntó si estarían mucho tiempo en el Schatplaz.

—Lo digo porque alguna vez podríamos subir en el telesférico al Jakobshorn, en donde conozco magníficos lugares para hacer senderismo.

Observando de reojo a Angelo, que parecía totalmente desentendido de la conversación, Maurice le contestó a Alfonso que les (y recalcó el plural) era imposible quedarse, porque sólo habían venido para el fin de semana.

—Esta misma tarde —dijo Maurice—, salimos para el aeropuerto de Zúrich, porque mañana lunes nos espera en Roma el padre de Angelo. Hemos de solucionar unos asuntos pendientes, con relación a la filial de laboratorios Sandoz, instalados en Roma.

Mientras Maurice hablaba, Angelo asentía mecánicamente con la cabeza. Todos sus sentidos parecían estar concentrados en la degustación de las diferentes mermeladas y cereales. «Si sigue engullendo así, este muchacho va a agarrar una indigestion tremenda», se decía Alfonso. Y, pensando en lo mismo, Maurice le rogó que dejara de comer «porque te vas a encontrar mal y no podremos viajar esta tarde».

Cuando Maurice terminó de pronunciar estas palabras, sospechó que Angelo procuraba efectivamente caer enfermo para quedarse en el Schalplatz. Con la perspicacia de una enamorada celosa, a Maurice le pareció que el único motivo, por el cual Angelo deseaba quedarse, era la chica rubia del póquer. Alfonso, en cambio, bajo el impacto aún de la pesadilla, pensaba que el comportamiento glotón de Angelo era un ejemplo más de cómo el cuerpo debía soportar las veleidades del ego. Maurice se levantó y, poniéndose frente a Angelo, le recordó con voz firme su responsabilidad en la empresa y el respeto a su padre. Y, como arrastrando las palabras, masculló: «Ya está bien, Angelo. Deja de comportarte como un adolescente caprichoso».

Angelo terminó la taza de té, se limpió lentamente los labios con la servilleta y, sin decir palabra, se levantó y salió por la puerta del comedor. De pie, Maurice le dio a Alfonso unas palmadas en el hombro y diciéndole «Te llamo dentro de un rato», se fue tras Angelo. Eran casi las diez de la mañana.

***

 

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