Madre Teresa de Jesús, 1

17-07-2011.

«[…] haberme su Majestad metido en este rinconcito tan encerrado y adonde ya, como cosa muerta, pensé no hubiera más memoria de mí» (La vida…, cap. XL, p. 382).

Memoria y olvido del yo

Esta cita ‑de la que tomo el título para el presente trabajo‑ se encuentra en el último capítulo de La vida de la madre Teresa de Jesús. Teresa de Jesús la escribió en el convento de San José de Ávila, su primera fundación “descalza y sin renta” que tuvo lugar el 24 de agosto de 1562, es decir, dos meses antes de que diese por terminada lo que ella pensaba que había de ser la redacción definitiva de su libro: «Acabóse este libro (se lee en la Carta‑Epílogo) en junio, año MDLXII».

Marcelle Auclair, en su magnífica biografía de Santa Teresa (Marcelle Auclair, La vie de sainte Thérèse d’Avila, Seuil, Paris, 1960, especialmente pp. 129-150; interesante también la biografía de Rosa Rossi, Teresa de Ávila, Icaria, Barcelona, 1984) nos da cuenta de los numerosos problemas que a la madre Teresa le ocasionó la fundación de dicho convento; uno, sin embargo, parece ser que le preocupó sobremanera: la maledicencia. Insidiosas murmuraciones que habían empezado a circular ya en 1560, cuando se supo su proyecto de «hacer un monasterio para ser monjas a la manera de las Descalzas» (La vida…, cap. XXXII, p. 287). Tal noticia desencadenó «la gran persecución, los dichos, las risas, el decir que era disparate» (La vida…, cap. XXXII, p. 288) hasta tal punto, que «[…] iban a mí con mucho miedo a decirme que andaban los tiempos recios, y que podría ser me levantasen algo, y fuesen a los Inquisidores» (cap. XXXIII, p. 294).

Además, por estas mismas fechas en que pensaba fundar su primer monasterio descalzo, el manuscrito del relato de su vida fue conocido por un no pequeño número de lectores (no todos ellos de reconocida devoción, como por ejemplo la princesa de Éboli); un relato que, por obediencia, la madre Teresa de Jesús había escrito y enviado a su confesor, el dominico Pedro Ibáñez. Ni que decir tiene que el chismorreo redobló, teñido ahora de descrédito y escándalo. De ello se queja amargamente la madre Teresa, cuando se está terminando la construcción de su monasterio descalzo, en donde, además de perfección, buscaba refugio y apartamiento. Pero confiesa que de nada le ha valido, haberse «metido en este rinconcito tan encerrado (convento San José de Ávila), y en «donde ya, como cosa muerta, pensé no hubiera más memoria de mí» porque «mucho me murmuran» y «otros temen tratar conmigo y aun confesarme, y otros me dicen hartas cosas»; y es que, como era de esperar, a propósito de este relato de su vida, »cada uno lo toma como le parece» (La vida, cap. XL, pp. 382-383).

Y, sin embargo, esta Vida, enviada al padre Ibáñez en 1560, no da cuenta todavía de los múltiples arrobamientos y visiones que madre Teresa incluiría en la que, también por obediencia, mandaría en junio de 1562 a su nuevo confesor, el padre García de Toledo; ni tampoco, la que tres años más tarde enviaría a Juan de Ávila, siguiendo el consejo del inquisidor Francisco de Soto y Salazar.

Ahora bien, ni las novedades y modificaciones, ni los cambios de perspectiva y de intención que introdujo Teresa de Jesús en las redacciones de 1562 y de 1565 con respecto a la primera de 1560; y, ni siquiera los “arreglos” debidos a fray Luis de León, quien seis años después de la muerte de la escritora editaría, en 1588, el Libro de la vida, en la imprenta salmantina de Guillermo Foquel, ninguno de estos estados alteraría en absoluto aquella «situación final» de acorralamiento y amargura en que se encontró la madre Teresa al saber que su vida y ser privados estaban en dominio público. Teniendo en cuenta esta embarazosa situación, no es de extrañar que, en la Carta-Epílogo, Teresa de Jesús insista, por enésima vez, en que «se enmiende y mande trasladar, si se ha de llevar al padre Maestro Ávila, porque podría ser conocer alguien la letra» (La vida, Epílogo, p. 384); aunque resulta paradójico que unos párrafos antes escriba: «Por estar fuera del mundo […] miro como desde lo alto, y dáseme ya bien poco de que digan y sepan» (La vida, cap. XL, p. 382). Como también resulta sorprendente ese repetido deseo de anonimato, cuando en el Prólogo a su Vida ha escrito que lo dirige a «quien este discurso de mi vida leyere». Un discurso que, por su misma naturaleza autobiográfica, no puede soslayar el protagonismo del yo: «Quisiera yo» son las primeras palabras de La vida de la madre Teresa de Jesús, y ese mismo yo «que se ha osado determinar a escribir en cosas tan subidas […] puniendo lo que ha pasado por mí» (La vida, cap. XL, p. 383), es también el yo que cierra el relato.

En realidad, la paradoja que resulta de las lecturas de estas dispersas citas es sólo aparente, ya que procede de la conjunción de esa perspectiva dual y conflictiva con que la escritora ha planteado y desarrollado la relación de su vida. Por un lado, tenemos la primacía y exaltación del yo, en tanto en cuanto receptor privilegiado de favores divinos; pero, por el otro, tenemos al yo como instancia personal que ha de aceptar el rebajamiento progresivo hasta la anulación de todo lo que en él pueda oponerse o que no coadyuve a su propio objetivo de perfección espiritual. Estamos, pues, ante una perspectiva dual y doblemente modélica que, por estar expresada de manera explícita desde el inicio hasta el cierre de La vida de la madre Teresa de Jesús, no solamente le concede al relato toda su coherencia ideológica y estructural, sino que además lo convierte en un verdadero tratado de pedagogía mística inserto en un relato autobiográfico. Así comienza la historia de La vida:

«El tener padres virtuosos y temerosos de Dios me bastara, si yo no fuera tan ruin, con lo que el Señor me favorecía para ser buena». (La vida, cap. I, p. 27).

Y así se cierra con la Carta-Prólogo:

«Quisiera yo que, como me han mandado y dado larga licencia para que escriba el modo de oración y las mercedes que el Señor me ha hecho, me le dieran para que muy por menudo y con claridad dijera mis grandes pecados y ruin vida». (La vida, Carta-Prólogo, p. 25).

Esos “favores” y “mercedes” divinos concedidos a un yo “pecador y ruin” son los que configuran las diferentes calas por las que atraviesa el protagonismo del yo en el libro de La vida de la madre Teresa de Jesús. Pero un protagonismo que, si desde el punto de vista formal contiene todos los elementos característicos de una narración autobiográfica (identidad entre autor, narrador y protagonista), desde el punto de vista ascético‑místico, en cambio, La vida de la madre Teresa de Jesús exige la anulación de ese mismo yo autor, narrador y protagonista. El no haberse percatado de la fundamental importancia que tiene esta perspectiva dual, simultáneamente sublimadora y aniquiladora del yo, es lo que ha hecho que esta “historia” de La vida de la madre Teresa de Jesús no haya sido considerada por algunos como estrictamente autobiográfica; como también ha derivado en que, quienes se han ocupado de su análisis estructural, no logren ponerse de acuerdo acerca de qué capítulos deben ser considerados o no autobiográficos.

Ver al respecto los análisis de E. Llamas en su Introducción a la lectura de Santa Teresa, (Madrid, 1978), así como a V. García de la Concha, en El arte literario de Santa Teresa, (Barcelona, 1978). Entre los casos más extremos están D. Chicharro, en su edición del Libro de la vida (Madrid, 1981), para quien todos los capítulos son autobiográficos, salvo los que van del XI al XXII; y A. Carreño, en El libro de la vida de Santa Teresa (Madrid, 1982), para quien sólo los nueve primeros capítulos son de carácter autobiográfico.

El nudo de la cuestión quizás esté en que nos situamos ante una narración cuyos postulados son distintos a los establecidos por cualquier autobiografía de tipo convencional, entendiendo por esto que en La vida de la madre Teresa de Jesús se nos presentan simultánea y necesariamente mezcladas autobiografía y anti autobiografía. Es decir que, por un lado, tenemos la memoria de un yo –autobiografía- que se enciende y se apaga para poder brillar de nuevo con resplandor más amplio y luminoso; y, por el otro lado, está el relato de las vivencias de un yo, cuyo camino espiritual se hace más profundo y elevado cuanto más se olvida y aleja de sí mismo –anti autobiografía-. Tanto en un caso como en el otro, la importancia de la experiencia es insustituible.

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