Cuando salí de la Safa, 1

14-07-2011.

Tuve que buscar trabajo

Cuando terminábamos la carrera, nos quedaba pendiente la asignatura más difícil, la materia de la que nadie se preocupaba, una disciplina para la que no estábamos, en absoluto, preparados: buscar trabajo. En la Safa de aquel tiempo, había dos formas de conseguir plaza de maestro: si eras un alumno adicto y ejemplar te colocaban en Linares, Osuna u otro centro de Las Escuelas…; pero, si eras del montón y rebelde ‑como yo, que había aprobado a trancas y barrancas‑, tenías que buscarte la vida por tu cuenta. Era el justo castigo por pasar ocho años haciéndole quites a la expulsión y viviendo como la cigarra del cuento.

Cuando llegué a Barcelona, lo primero que hice fue escribir un montón de cartas a los colegios de jesuitas, para probar suerte. Como las respuestas se demoraban (a día de hoy, no he recibido ninguna), empecé a mirar los anuncios de La Vanguardia, buscando alguna cosa y llamando mañana y tarde para concertar entrevistas. Al poco tiempo, me convertí en un experto en descifrar ofertas de empleo. Si el anuncio decía «Prestigioso centro educativo precisa, urgentemente, profesor de Física, Química y Matemáticas…», lo mejor era no llamar. Si era verdad que el centro era tan prestigioso, ¿por qué el anterior profesor se había marchado? ¡Porque, seguramente, no le pagaban! No había que ser muy listo para adivinarlo. O sea, que lo mejor era pasar al siguiente.

Otros, los descartabas al leer la primera línea: «En el cinturón de Barcelona se requiere…». Sí hombre, voy a ir a Sabadell para que el sueldo se me vaya en viajes. ¡Ah!, y levantarme a las seis de la mañana para coger el tranvía…

Me gustó mucho uno que empezaba así: «Profesor de Francés, con profundas raíces cristianas, se precisa…». Y me presenté. Resultó que era un colegio de monjitas, que intentaban salvaguardar a sus alumnas del Maligno. No me acogieron porque, según la superiora, yo era demasiado joven y no iba a poner al zorro a guardar gallinas (lo del zorro es cosa mía). Lo digo, porque debió ver la cara de sátiro que puse cuando dijo que la mayoría tenían diez y siete años. Sor Angustias calló prudentemente y me despidió con una mentirilla, una sonrisa y una excusa:

—Lo siento: le falta experiencia y titulación.

Y en parte, era así.

Después de gastarme un dineral en llamadas, conseguí una entrevista en la Gran Vía. Lo que me gustó de aquel anuncio era que, en caso de que me aceptaran, podría ir en metro a trabajar. Me citaron a las cinco de la tarde. Subí un montón de escaleras, llamé al timbre y encontré a más de veinticinco maestros, muy arregladitos, con su traje y su corbata, secándose el sudor, esperando a que les recibieran. Cuando me tocó el turno, eran las siete y media y aún quedaban seis candidatos en la sala. Me recibió un señor bajito, que dijo muy sonriente:

¿Cuál es su especialidad?

¿Qué especialidades necesitan? contesté en plan gallego, que a todo se hace uno—.

Necesitamos un profesor de Física, Química y Matemáticas, vocacional, católico y responsable dijo, de carrerilla, sin poner demasiada atención—.

¡No lo podía creer! Había ido a parar al anuncio del prestigioso centro educativo, que no debían pagar a los profesores. No obstante, yo seguí… como si nada.

—Precisamente esas son mis asignaturas preferidas —mentí, intentando componer una sonrisa, amable y convincente—.

El señor bajito fue directamente al grano, sin interesarle mi experiencia. En Barcelona, las cosas son así…: la pela es la pela.

—¿Y cuáles son sus pretensiones económicas?

—¿Y cuál es la cifra estipulada para el puesto? —volví a responder, con otra pregunta—.

—¡Cuatro mil pesetas!

Me quedé helado. Ahora veía que no me había fallado la intuición. Aquel tío del prestigioso centro educativo era más avaro que el de Molière, por poner un ejemplo conocido. Cuando vio mi cara, antes de que echara a correr, se puso sentimental, dijo que se trataba de un colegio en el que me encontraría como en casa, que lo había levantado con mucho esfuerzo y que entre sus paredes se habían educado sus dos hijos.

—Sí, señor: le comprendo muy bien; pero cuatro mil pesetas me parecen poco, la verdad.

—Bueno, todo tiene arreglo, si hay buena voluntad y ganas de trabajar —dijo visiblemente interesado—. ¿Usted se considera un maestro vocacional, trabajador y responsable?

—Sí, señor.

—¿Y estaría dispuesto a ocuparse también de las clases de bachillerato nocturno?

—Sí, señor —respondí sin pensar lo que decía. Aquí me pilló—.

—¿Sería capaz de impartir Literatura, Latín, Geografía, Historia… en fin, ya sabe?

—Eso no es problema. ¿Cuánto ganaré?

—Calcule unas dos mil quinientas pesetas más. ¡Seis mil quinientas en total!

—De acuerdo, me sobra el tiempo y necesito dinero —respiré—.

—Tengo que decirle que el colegio no está aquí —advirtió el señor bajito—.

—¡Ay, Dios mío, que me manda a Sabadell! —pensé por un momento, pero lo dejé continuar—.

—El colegio está en la calle Taquígrafo Serra, junto a Infanta Carlota.

—Gracias a Dios —dije aliviado, por no tener que levantarme a las cinco de la mañana y regresar a las doce de la noche, después del bachillerato nocturno.

Salí muy contento. Ya tenía trabajo, pero los nervios no me dejaron dormir aquella noche. En Literatura, Historia, Geografía, etc., con el libro en la mano, podría defenderme; en francés, también; pero en Física, Química y Matemáticas no sabía cómo iba a salir del apuro. Me imaginaba a don Doroteo riendo a carcajadas con su pipa en la mano, y a don Diego Fernández tapándose la boca, disimulando su sonrisita al oír la noticia: «Dionisio, profesor de Física, Química y Matemáticas…». ¡Nada menos! Si las había aprobado porque don Diego era un santo y Sebastián López, un hermano… ¿Cómo iba a resolver las dudas de los repetidores que seguramente sabían más que yo? Pero lo importante era que tenía trabajo. Como estaba cerca de la plaza de la Universidad, compré un montón de libros, con los ejercicios resueltos, y aquella misma noche me puse a estudiar como nunca había estudiado en el colegio.

Al salir de Las Escuelas, buscábamos trabajo con mucho optimismo. Soñábamos con un colegio importante, de esos que los niños van de uniforme, con aulas alegres y soleadas, en una zona céntrica y bien comunicada. Luego, cuando nos empezaban a pedir especialidad, currículo, expediente, experiencia y otras cuestiones comprometidas, nos bajábamos del burro y aceptábamos la realidad. Al final, uno pensaba resignado: «Bueno, qué más me da a mí que los niños vayan vestidos como quieran, que las clases estén en un local comercial y que tenga que pasarme dos horas al día, viajando en metro…, si pagan bien…». Y seguíamos haciendo concesiones y bajando el listón, hasta que un señor bajito creía que podía abusar de nosotros y nos ofrecía una oportunidad para explotarnos mañana y tarde por seis mil quinientas pesetas.

Entonces aprendí que, para los pobres, era lo mismo el bullicio de la ciudad que la paz de la aldea. Ni de una ni de otra podíamos esperar nada.

Barcelona, 5 de julio de 2011.

roan82@gmail.com

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