El internado, y 7

03-10-2010.
La enseñanza era seria y los aprendizajes se realizaban a la usanza de aquellos tiempos: muchas horas, mucha memoria, mucho esfuerzo y muchas ganas de trabajar. Todos los días pasábamos largos ratos en el salón de estudio, donde estaba penalizado hasta levantar la vista del libro. Nada de grupos ni de trabajo en equipo: alumno y libro se fundían al calor de la bombilla y así, poco a poco, letras y números se iban grabando lentamente en la memoria. Al día siguiente, lo mismo había que recitar la lista de los reyes godos, los ríos de España, los montes, los lagos, los cabos, los golfos, la tabla de multiplicar…

Había gran ilusión por ser el primero de la clase y bastante miedo por sacar malas notas. Decían los padres jesuitas que se acercaban muchos niños, llamando a su puerta, y por ello no era de justicia mantener a los perezosos dentro de sus aulas. En consecuencia, si tu rendimiento no era satisfactorio, recibirían en casa una carta diciendo que quedabas expulsado y ya no podías continuar. Yo jamás sentí esa sensación porque para mí fue un año triunfal: me salió todo bien y al final fui distinguido como el mejor alumno.
Mi maestro, del único curso que pasé en el internado de Villanueva, se llamaba don José Alarcón Albañil, natural de Baena. Contrajo matrimonio con una guapa villanovense. Gran persona, no sólo por su espigada figura: también por la abundancia de cualidades profesionales y humanas que le adornaban. De todos los maestros que conocí guardo un buen recuerdo. Todos intentaban hacer crecer en nosotros un modelo de persona en la que ocupaban un lugar preferente los deberes y obligaciones con ella misma y con los demás: el trabajo constante, el esfuerzo, el servicio, la austeridad, el respeto a las personas y a las cosas, el estricto cumplimiento de las normas, la valoración personal, la superación, la buena imagen… Eran valores que se cultivaban y se exigían; eso sí, con demasiada rigidez y malas estrategias para el convencimiento. Personalmente me siento orgulloso de mi formación. Al día de hoy, no tengo que lamentar ningún trauma ni rencor y me encuentro capacitado para analizar el modelo, situarlo en el tiempo y en el espacio que corresponde y comprender que, como todos, tenía sus luces y sus sombras. Desde luego, mucha luz han dado los innumerables alumnos de aquella época, que han ocupado y aún siguen ocupando puestos de relevancia en la vida social, política y familiar de su entorno.
Aparte del trabajo, disponíamos de suficientes ocasiones para el juego y el ocio. La mayor parte del tiempo libre de las tardes lo ocupábamos jugando a “la bandera”. Dos equipos perfectamente organizados con su capitán al frente “peleaban” por conquistar el territorio enemigo y llevarse la bandera a sus dominios. Por supuesto que también había fútbol, canicas y juegos de pandilla que se realizaban en los espacios libres del recinto, preocupándonos mucho de no pisar las flores y las plantas que adornaban los vistosos jardines cuidados por Luis, el “Jardinero”. Los domingos había salida al campo de fútbol de Villanueva y allí organizábamos los partidos con los balones más nuevos y algunas camisetas que lucían los deportistas más aventajados.
Lugar destacado ocupaban las actividades de tinte espiritual y religioso. La misa diaria en la capilla, ubicada en el chalé (ahora sala de informática) era un momento de especial interés. Solía oficiarla el padre Pérez, mientras el padre espiritual ocupaba el confesionario. Gran participación de los alumnos y de personas de la calle que venían a la celebración. Los domingos acudíamos a la misa parroquial, momento importante paraconvivir algo con personas del pueblo y salir del perímetro colegial. Espectacular desfile de alumnos y maestros por el itinerario de costumbre que suscitaba la curiosidad de los vecinos, a quienes era frecuente ver asomados a las puertas y ventanas de su casa, contemplando nuestra ordenada marcha. No recuerdo trato ni encuentros con niñas del pueblo. Seguro que estaba prohibido: ¡qué pena! También se dedicaba tiempo a preparar el concurso anual de catecismo, al funcionamiento de las congregaciones marianas, los cruzados, el rezo del rosario, las flores en el mes de mayo, etc.
Sin duda, el día más importante era el último. Para finalizar el largo y sacrificado trabajo del curso, se organizaba una gran fiesta donde participábamos todo el personal del centro. El patio y sus aledaños se cubrían de banderas, banderitas, flores y papeles de colores. Luis regaba el suelo varias veces con las mangueras para refrescar el ambiente y sentar el polvo. Adornado el espacio, se instalaban la mesa de la presidencia, las mesas de dignidades, el escenario y “el patio de butacas”, lleno, en esta ocasión, de sillas para los espectadores. Jornada de puertas abiertas, con invitación especial para los familiares del alumnado. ¡Ah!, ese día sí abundaba el sexo femenino, aunque estaban prohibidos los escotes y las minifaldas.
Con la presencia de autoridades y personalidades del pueblo, se iba componiendo el puzle mágico de actividades preparadas con mimo y tesón durante el último trimestre. Los alumnos ‑con sus discursos, juegos, canciones, poesías, instrumentos musicales, tabla de gimnasia‑ y un público expectante llenaban de entusiasmo, alegría, gritos, risas, aplausos y algo de magia el patio de recreo bajo la mirada de los fantoches ‑globos‑muñecos‑ que habían lanzado con anterioridad y ahora se paseaban por el cielo, poniendo un atractivo decorado multicolor sobre el manto azul de una bonita tarde de verano. Momento especial era la proclamación de dignidades, donde se premiaba el esfuerzo y el buen comportamiento de los alumnos que más se habían distinguido durante el curso. Después de oír el nombre por los micrófonos, cada cual nos dirigíamos a la mesa de presidencia donde el párroco, el jefe de la Guardia Civil o de la Policía local, el médico, el alcalde, el padre Pérez…, nos colocaban la banda y nos colgaban la medalla (preciosa por cierto) propia del cargo que ostentabas. Como ya adelantaba anteriormente, mi estancia en el internado fue gratificante y me nombraron príncipe del internado. Una gran satisfacción, una inmensa alegría para familiares y amigos que habían acudido a la fiesta.
Aquí finalizaba mi primera estancia en Villanueva y empezaba mi afiliación a la Institución Escuelas Profesionales de la Sagrada Familia. Después del verano, continuaba mi diáspora, esta vez camino de Úbeda. Allí estudiaría Magisterio de la Iglesia, convalidado en Granada en 1965 y, desde entonces, he trabajado con ilusión y entrega para ofrecer a la sociedad un modelo educativo empeñado en formar niños y jóvenes al estilo Safa. Además, tuve la suerte de volver a Villanueva, una vez finalizados los estudios y aprobadas las oposiciones; una situación propicia para reavivar recuerdos y dar gracias por los beneficios recibidos en el curso de mi bautizo safista. Mi recuerdo y mi agradecimiento sincero y cariñoso para María Garrido, Fuensanta, Luis, el “Jardinero”, don José Alarcón, don Pascual y maestros de la época, las chicas de la lavandería y del ropero (que en alguna ocasión me ponían colorado, cuando iba en busca de ropa), las cocineras, mis amigos y compañeros… Gracias a Villanueva y a la Safa, a su gente, porque me acogieron desde niño, porque me han querido, me quieren y me han dado casi todo lo que soy y tengo en la vida.

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