
Los últimos años de internado, a punto ya de terminar nuestros estudios, el padre Marín organizó unos cursos para niños trabajadores de Úbeda, que a última hora de la tarde venían a recibir clases de alfabetización. La mayoría de nosotros colaboramos con la idea y dos o tres tardes a la semana enseñábamos a aquellos chicos a leer, a escribir y a poco más, porque las clases duraron poco tiempo, y los muchachos faltaban demasiado a causa de sus ocupaciones.
Uno de ellos, con once años de edad, analfabeto y limpiabotas de profesión, con el que hice algo de amistad por el interés que demostraba, me comentó que conocía a un profesor del colegio que se había interesado mucho por los muchachos de su barrio, a los que ayudaba con becas de estudios y económicamente. Para mí fue una sorpresa. Se trataba de don Diego. El padre Bermudo, en su libro Safa, medio siglo de educación popular en Andalucía, dice de él:
«…Don Diego Fernández, licenciado en Física. Formado en Almería por los jesuitas… destacó desde su entrada en Úbeda por su profesionalidad: ciencia y trabajo. Fue además celoso apóstol que dejó una huella religiosa profunda en muchos alumnos».
Nunca podré olvidar que, para preparar el examen de Química de quinto curso, pasé estudiando todo el día del Corpus, solo en mi cuarto. Al final del día, continuaba con la misma ignorancia de que hacía gala al amanecer. La imposibilidad era manifiesta. Faltaban pocos días para el examen y me sentía incapaz de sacar adelante la asignatura. Llegó el gran día. Fui al examen, convencido de lo inútil del intento. Al leer las cuestiones que nos entregaron en unas hojas ciclostiladas, constaté lo que ya sabía, es decir, que no sabía, pero que no sabía nada, nada de nada. Bajé la cabeza, chupé el bolígrafo, oteé el horizonte para ver las posibilidades que tenía de copiar y comprobé que lo tenía realmente difícil. Estábamos en el estudio y entre cada dos alumnos había un pupitre desocupado. Ruiz Roa estaba delante, pero demasiado lejos. Continué agazapado a la espera del milagro y este se produjo.
Sonó el teléfono en el pasillo. Algún alumno lo cogió y vino a avisar a don Diego para que saliera. Este nos dejó solos durante unos minutos, muchos o pocos, a mí me sobró tiempo. Ruiz Roa se portó como un perfecto caballero, se la jugó por mí. Todavía se lo agradezco. Su examen y el mío se parecían como dos gotas de agua, con las lógicas, naturales y ligeras variantes que introduje como camuflaje y coartada.
Siempre creí que no engañé a nadie. Don Diego sabía perfectamente hasta dónde alcanzaban mis conocimientos en Química. Sinceramente creo que había cambiado. Parecía más humano. Nos comprendía mejor. ¿Por qué? Ignoro la respuesta. Quizás fuera por aquella ocasión en que me tocó salir a la pizarra. Sonriente como siempre y con el libro abierto por el tema del día, me dijo que explicara «La ecuación de los gases perfectos de Gay‑Lussac». Yo, lógicamente, no sabía por dónde salir; pero entrenado como estaba para afrontar situaciones de cierta dificultad, con una madurez impropia de mi edad ‑como un pequeño Séneca andaluz‑ y eligiendo el tono de voz más convincente de que fui capaz contesté:
—Mire, don Diego. Usted quiere que nos aprendamos esto, porque usted es el profesor y sabe un montón; pero es que a nosotros, ¡cuando salgamos del colegio!, esto no nos va a valer “pa ná”.
Aún recuerdo sus carcajadas.
Nueve de octubre de 2000.
He hablado hoy con el padre Mendoza para pedirle la dirección de don Diego, con la intención de enviarle esas líneas. He sabido por él que, al final del tercer trimestre del pasado año, atendido y acompañado por sus compañeros del Opus Dei, don Diego nos dejó. No he sabido reaccionar. Pensaba decirle que mi hija saca en Química muy buenas notas y que, casi durante toda mi vida de maestro, sólo he enseñado Matemáticas. ¡Qué ironía! Que disculpara mis errores y mi atrevimiento por hablar de su persona. Don Diego ha muerto.
Otro golpe más del hacha que corta nuestras ramas y nos deja más solos cada día.
¡Dios mío! ¡Qué solos nos dejas a veces, a los vivos!