Presentado por Manuel Almagro Chinchilla.
A Ramón Quesada siempre le fascinó la poesía, un arte que no llegó a cultivar, pero del que guarda relevantes muestras. En este artículo, con motivo de la muerte del eminente presbítero Juan Vico, resalta la obra del finado y no escatima elogios a su estilo. En un artículo anterior ya se refería a él con motivo de haberle sido concedido el premio de “personaje del año”, sin saber que dos años más tarde le sorprendería la muerte.
Ahora profundiza en su vida y en su obra, con la gran sensibilidad del personaje a quien admira: «…el alma del poeta, más allá de los infinitos horizontes, donde plañen las estrellas y aplauden los luceros, en Úbeda, la que más amó…».
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«El reconocimiento es la memoria del corazón» (Andersen).
Como se deshace la flor al viento del otoño, como el tallo de la espiga se quiebra al leve peso de la avecilla, como el suspiro se hace lamento ante el asombro, como el cristal se ralla al roce del beso irreligioso, se rompió hace unos días la vida y la obra del virtuoso sacerdote y laureado poeta Juan Vico Hidalgo.
Hoy un compás de silencios
y un rumor hay en el aire,
que dicen cosas al alma,
misteriosas e inefables…
Así eran sus poemas, así cantaba nuestro cura‑poeta a los silencios, al alma, a los misterios…
Ya desde su niñez, mientras el Creador le predestinaba al sacerdocio, don Juan Vico Hidalgo sintió las aficiones literarias que ya corrían por sus venas: como regaron antes las de su padre, don Juan de Dios Vico Tamayo, y las de sus tíos, fray Rafael de Úbeda y don Marcos Hidalgo Sierra. Y se hizo ministro de Dios y se forjó poeta de altos vuelos, de azules limpios, de redobles seráficos, de… formas y fondos.
Quiero contigo fundirme,
respirando tu nobleza,
gustando de tu belleza,
viviendo de tu ilusión.
Su prosa y su verso, bellezas que eclipsaban las auroras y que quitaban esplendores a los soles de las alboradas abrileñas, aparecían, como heraldos y como cantores, abriendo, presidiendo las páginas de diarios ‑“Jaén” entre ellos‑, de revistas, de libros y de cartas. Porque, hasta en sus ejemplares cartas, dirigidas a familiares y amigos, el verso del poeta estaba presente. Y es que don Juan era todo él poema; era, todo él, amor. Era todo ‑su lira era‑ belleza entrelazada en la enredadera de la rima estilística de corte profundo. Úbeda era, para el poeta, sueño y aroma; pasión, vida, aliento…
En arrobos de lírica poesía,
yo te canto con todos mis fervores,
oh, mi noble ciudad, oh, ciudad mía,
bella igual que las brisas y las flores.
Sí, ha muerto un poeta; puede que haya nacido un santo. Si se ha roto la flor, si se ha quebrado la espiga; si el suspiro y el cristal se hicieron trampolín o escalera de espumas, para izar entre nubes grises de eneros, el alma del sacerdote y del poeta más allá de los infinitos horizontes, donde plañen estrellas y aplauden luceros, en Úbeda, la que más amó, por la que sufrió y por la que se desprendió del alma, se llora ahora a impulsos acelerados de corazones que asoman, latiendo sin ritmo, a los ojos de sus dolidos paisanos. ¡Honor al sacerdote! ¡Gloria al poeta!
Recuerdo imperecedero al ubetense ilustre, al amigo noble, al que nos deja huérfanos de atardeceres de alientos íntimamente solidarios entre este escritor, que necesitaba su consejo, y el sacerdote‑poeta que, con delicadeza, me los ofrecía. Para mí, para el que con el alma rota intenta hilvanar estas líneas de dolor y de oración, ha muerto ‑con Juan Vico Hidalgo‑ la ilusión de escribir de cosas y ha nacido la fe de hacerlo de tristezas y de penas sin consuelos terrenos. Con don Juan Vico Hidalgo se ha ido un trozo de la musa de nuestros poetas de Úbeda. Por eso ‑a nadie extrañe‑, los escritores y poetas de esta ciudad hemos perdido cualidades y hemos olvidado inspiración. La pluma ahora será más pesada y el papel perderá el níveo color del paisaje nevado, recordando al hombre bueno que se nos fue, roto el corazón… de grande que lo tenía.
(30‑01‑1977).