Diario de un aficionado cinéfilo, 17

Es noche fresca (que no blanca…) en este primer jueves decembrino que promete solaz divertimento. Y me ocurre como a Natalia, la protagonista de la película Noches blancas, programada para ese día por los chicos del cineclub El Ambigú: que se me ofrecen, a la vez, dos fuertes y urgentes amores (el cine y la música), en el Hospital de Santiago. Como ambos coinciden, y el primero podré disfrutarlo más tarde, opto por el segundo, que es irrepetible: el concierto extraordinario de la Orquesta de Córdoba y el Coro Zyriab, con un atrayente programa.

Después visiono Noches blancas (1957) en la intimidad de mi hogar.Está basada en la novela homónima de Fiódor Dostoyevski y dirigida por el cineasta milanés Luchino Visconti, que abandona su austera estética neorrealista (que le caracterizaba), apostando por una cuidada e hipnótica escenografía, mucho más acorde con el estilo que le hizo famoso universalmente.

Esta hermosísima película, de un desgarro emocional enorme, me hace sentir el intimismo y la individualidad de esta coproducción ítalo‑francesa, que comienza sus créditos envueltos en una música de misterio, con ese halo blanquinegro que la aureola aún más; y donde se advierte que se incluyen escenas y diálogos cortados por la censura en su momento (hablando en italiano y con subtítulos en español), dando sentido completo al primer montaje realizado. Obtuvo tres premios: León de Plata a Luchino Visconti; Nastro d’argento (1958) al mejor actor (Marcello Mastroianni), a la mejor música (Nino Rota) y a la mejor escenografía (Mario Chiari y Mario Garbuglia); y Premio Sant Jordi (1960) al mejor director extranjero y al mejor guion extranjero.

Noches blancas es uno de los filmes incomprendidos de Luchino Visconti: por su carácter abiertamente teatral y operístico; por su ruptura absoluta con el Neorrealismo y con la tradición del llamado “Cine Nacional Popular”, por lo que fue mal recibido… Son 97 minutos de suspense amoroso con muy pocos personajes, principalmente tres. El imperturbable y misterioso inquilino (Jean Marais), que llega a la casa de la abuela de Natalia (Maria Schell), del que ella queda plenamente enamorada; el solitario Mario (Marcello Mastroianni), que jamás se ha declarado a mujer alguna; y la ilusionada Natalia (Maria Schell), que es el personaje femenino y principal de la película, que va llevando todo el hilo conductor de esta rara historia de amor. Una muchacha de origen eslavo que, ante la ruina familiar, llega a una ciudad de Italia (Livorno, como Venecia, pero en pobre), donde luces, ambiente, vestuario, peinados… tanto me recuerdan mi infancia en las calles de Úbeda. Mediante un lento y detallista transcurrir: con tomas de escasa y/o bamboleante luz, pobres ambientes interiores en contraste con las trepidantes y desorbitadas escenas de baile en el bar de parejitas, así como las del ferial navideño, Mario y Natalia se van contando mutuamente sus aburridas vidas a lo largo de cuatro noches, mientras ambos se van paulatinamente enamorando, más él que ella, puesto que Natalia quedó más que enamorada de ese inquilino, casi desconocido, que le prometió volver al año de su partida…

La timidez de Natalia (Maria Schell) denota pura inexperiencia, sirviéndole de excusa para encontrarse con Mario (Marcelo Mastroianni) e ir contándose sus vidas, principalmente ella, hasta que llegue el inesperado desenlace final.

Precisamente, el título de la película es sugerente, puesto que la última noche, en la que Natalia y Mario creen quererse para siempre, comienza a nevar en la ciudad, inundando de blancura y alegría sus desiertas calles y los más recónditos lugares por donde pasean con sus corazones brincando de alegría, tirándose bolas de nieve como niños, con esa espontaneidad y frescura que solamente proporcionan las portentosas alas que pone el enamoramiento. El final llega con la ambivalencia de la inesperada historia literaria que provocará, en el espectador, un sabor agridulce, cuando creía que todo se había arreglado.

Magistral la actuación de ambos personajes principales. Maria Schell, bordando el personaje, haciéndonos creíble esa romántica historia de enamoramiento a primera vista, que durará para siempre. Marcello Mastroianni, demostrando ser un enamorado galán que transige todo lo que haga falta.

Como todos sabemos, la realidad supera la ficción. Por eso, es posible que la desgarradora y esplendorosa novela de Dostoyevski, ambientada en las noches de San Petersburgo de junio y julio, donde nunca oscurece completamente, al ser adaptada cinematográficamente en los estudios Cinecittá de Roma por un director teatral y amante de la ópera (Visconti), recreando escenarios de casas desvencijadas y calles solitarias, que parecen erigirse como metáfora del estado mental de uno de sus personajes, sea plenamente repetible en diferentes momentos y lugares históricos. Es ni más ni menos que el llamado “mito de Penélope”: mujer soñadora, con poca o nula experiencia fuera del hogar, que queda locamente enamorada de casi un desconocido, por más que otros pretendientes quieran conquistarla con diferentes estrategias amorosas…

A la salida, un montón de inmigrantes se preparan para pasar la gélida noche al raso, principalmente en el pasaje Nueva Victoria; también en los portales de los cajeros bancarios de la ciudad e incluso en algunos rincones de cualquier calle. Da pena presenciar estas crudas imágenes reales, todas las navidades en nuestra ciudad… Compruebo que debe ser verdaderamente difícil solucionar el problema de la inmigración temporera, cuando todos los años se repite (machaconamente) el mismo desagradable espectáculo. ¡Gracias a que ciertos ángeles de la noche reparten algo caliente para sus desamparados estómagos…!

Úbeda, 5 de diciembre de 2013.

 

fsresa@gmail.com

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