“Barcos de papel” – Capítulo 03 g

7.- La expulsión.

Al día siguiente, a las diez en punto de la mañana, se presentó el Prefecto en el estudio. Agitó un manojo de llaves, se hizo el silencio y guardamos los libros en el pupitre. Subió a la tarima, sacó un papel del bolsillo y lo abrió con mucha ceremonia. Durante unos instantes, la vida en el aula se detuvo. No se oía el vuelo de una mosca.

—Emilio Soto Alba, póngase en pie —dijo por fin, con el papel en la mano—.

“El Colilla” se levantó de la silla y bajó la cabeza mirando los garabatos de la tapa del pupitre.

—¡Venga aquí! —gritó el cura en tono autoritario—.

Emilio se acercó sin mirarle a la cara.

—¡Esto es una gravísima calumnia y un terrible pecado mortal! —rugía el cura agitando el papel—. ¡Usted no es digno de estar en un colegio como éste!

Puso la cuartilla ante los ojos de “El Colilla”con la mano izquierda, y con la derecha le dio una bofetada tan tremenda, que Emilio cayó al suelo.

—¡Levántese, inmediatamente!

El Prefecto volvió a golpearle y Emilio empezó a sangrar por la nariz. Hacía tiempo que no veía maltratar a nadie con tanta violencia. Todos contemplábamos la escena con la boca abierta, sin respirar. Nunca he podido ver cómo el fuerte abusa del débil impunemente. Sin reparar en las consecuencias, me levanté y me abalancé con toda mi fuerza contra aquel salvaje. El cura me lanzó de un manotazo contra una esquina de la pared. Sonó un golpe seco y noté que la sangre me resbalaba sobre el ojo izquierdo. Algunos se levantaron, asustados.

—¡Vaya a hacer la maleta! —gritó el cura, hecho una furia—.

Emilio alzó los ojos y salió del estudio, sin soltar una lágrima. Era de cuero.

—Y usted —ahora se dirigía a mí— vaya a la enfermería y que le curen.

Me dieron cuatro puntos en la ceja izquierda y me quedó una fea cicatriz para toda la vida. De nada sirvieron nuestras protestas ante el padre Galarza, ni las súplicas y los llantos de la madre arrodillada ante el Prefecto. A la mañana siguiente, expulsaron a “El Colilla”.

Pasó bastante tiempo hasta que supe el contenido del papel. Estábamos en Barcelona y, una noche que volvíamos a la pensión muy alegritos, se lo pregunté. Me llevó a su habitación, buscó entre unas carpetas y me entregó un papel escrito a mano con una pícara sonrisa. Se trataba del borrador de la poesía que aquella tarde le entregó a Rosita. La última estrofa decía así:

Si me quieres en invierno
y en verano me abandonas,
además de un poco puta
eres muy mala persona.

Y se despedía con un… Tuyo siempre: Emilio Soto.

Empezaba a anochecer cuando vislumbramos el bosque de chimeneas del cinturón industrial de Barcelona. Los pitidos de la máquina se hicieron más frecuentes y en la calle se encendieron las primeras luces. Eran las ocho y media de la tarde. Desde la ventanilla, contemplaba los enormes edificios con ropa tendida en los balcones, y la gente caminando deprisa por las aceras. Parecía que todos llegaban tarde. El traqueteo de las ruedas del tren sonaba con fuerza. La máquina aminoró la velocidad, se adentró en un laberinto de vías, temblaron los enganches con estrépito y aparecieron las luces blanquecinas de la estación.

Cogí mi maleta y esperé unos minutos en el pasillo, mientras los pasajeros se abalanzaban sobre las puertas, arrastrando sus equipajes. Tenía el ajetreo de la locomotora metido en la cabeza. Al bajar al andén, me hizo gracia la pregunta del niño, que al ver los trenes estacionados, tan cerca uno del otro, le preguntó a su padre.

—¿Y ahora cómo darán la vuelta?

El matrimonio se alejó con el niño de la mano y yo seguí a un mozo que empujaba un carretón atestado de maletas. El suelo estaba lleno de restos de bocadillos, bolsas de pipas y manchas de refrescos y café. Ante las taquillas, había largas colas de gente que miraba el reloj con impaciencia. Atravesé el vestíbulo y salí a la calle. En la puerta, unos mozos con blusones azules anunciaban alojamientos baratos y transportaban equipajes hasta los taxis aparcados en la acera. Era el día diez de julio de un verano inolvidable.

 

roan82@gmail.com

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