6.- Los apasionados amores de “El Colilla”.
Se llamaba Rosita. Era rubia, monilla, con unos preciosos ojos verdes, alumna de las madres carmelitas, ligerita de cascos y quince años llenos de fantasías. Hay que reconocer que estaba muy desarrollada para su edad, y que el uniforme le quedaba que ni pintado: una blusita blanca, falda plisada de color gris, calcetines azul marino hasta la rodilla, mocasines negros, y un precioso lazo de terciopelo ciñendo su coleta revoltosa. Emilio hablaba de ella a cada momento. En eso consiste estar enamorado: en que no te puedes sacar a una muchacha de la cabeza y, a la menor oportunidad, le cuentas a cualquiera sus ocurrencias. “El Colilla” tenía los cuadernos y los libros llenos de corazones con las iniciales “R y E” (Rosita y Emilio) traspasados por una flecha y no le preocupaban los rumores de que Rosita tenía un novio que estudiaba arquitectura en Madrid.
—Eso son cosas de porteras y correveidiles.
Pedía permiso para salir del colegio con cualquier excusa y, como no era mala persona, se lo concedían. Un día dijo que iba al dentista, pero se fue a esperarla a la puerta del colegio. Rosita le dedicaba una sonrisa, le decía “buenasss” con estudiada coquetería y un sentimiento inexplicable —según me confesaba— se apoderaba de “El Colilla”. Ya no la dejaba hasta la hora de cenar. Paseaban por el parque del capitán Ballesteros, mártir local de la Cruzada; y, poco antes de las nueve, la acompañaba a casa.
Me lo contaba todo. Él le hablaba de cosas del colegio: que si el partido del domingo, que si el árbitro esto o aquello, que si el rector me dijo… en fin, esas simplezas que a los dieciséis años uno piensa que son importantes, pero que a las chicas… ni fu, ni fa. O sea; más fa, que fu. Cuando llegaban a la puerta de casa, esperaba que ella le diera la mano y se la tenía cogida hasta que Rosita se soltaba de un tirón. Decía que notaba un cosquilleo, que le llegaba a la garganta y se sentía el más feliz de la especie humana.
Al llegar las vacaciones, todo cambió. Regresó de Madrid el novio de Rosita, que se llamaba Luis, y ya se sabe cómo son las niñas de papá: si te he visto no me acuerdo. Una tarde, se cruzó con ella en la calle Mayor y se lanzó a pecho descubierto.
—Hola, Rosita.
—Hola, Emilio. ¿Querías algo?
—Sí; quiero decirte que yo no soy un juguete que un día se coge y al siguiente se abandona en un rincón. Yo te quiero de verdad.
Ella le miró con una carita monísima y dijo sin alterarse en absoluto.
—Y yo también, tonto. Yo te adoro. Tú eres mi mejor amigo. Bueno… mucho más… eres como un hermano para mí.
“El Colilla” tragó saliva sin saber qué contestar.
—No pongas esa cara —continuó Rosita tan tranquila—; eres un encanto, aunque algo infantil. Emilio, perdona que te lo diga, pero es la verdad. ¡Huy, qué tarde se me ha hecho! Perdona otra vez, pero tengo que irme.
Y lo dejó plantado. Cuando volvió al colegio, me lo contó con pelos y señales.
—“Mosquito”, ¿tú crees que yo soy algo infantil?
—Vamos Emilio, qué cosas se te ocurren. Tú eres un tío cojonudo.
Aunque la verdad es que algo infantil… sí que lo era. Pero hay que decir, en su favor, que nunca daba su brazo a torcer. Andaba nostálgico y solitario; vagaba por el colegio con la mirada perdida… no hacía bromas, ni contaba chistes verdes. Hasta en la iglesia manifestaba un fervor especial y se le veía rezar con otra fe. ¡Daba una pena!
Unos días más tarde, íbamos los de siempre por la calle Mayor y, al llegar a la plaza, nos paramos en el puesto de Paco a comprar unas pipas y cigarrillos sueltos. Yo estaba en la esquina, mirando las monedas que llevaba; cuando, de pronto, junto a una de las columnas de los porches, oí una voz conocida. Era “El Colilla” que discutía con Rosita. Encendí un cigarrillo y puse atención, procurando que no me vieran.
—Rosita, ¿es que ya no me quieres?
—Emilio ¡No empieces! —contestó ella, mirando al reloj—.
—No quiero empezar —replicó él, comiéndosela con los ojos—, sino hablar contigo, como hasta ahora.
—Pues ya estamos hablando. ¿Qué tienes que decir?
—Pero, cielo mío… —dijo “El Colilla”—.
—¡No me llames cielo tuyo!
—Cielo mío… —repitió, incapaz de sujetar sus sentimientos—.
—Emilio, no me seas infantil, que tengo prisa.
Le ofreció la mano para despedirse y, al sentir la caricia de los dedos entre los suyos, no pudo dominar el ansia de volver a intentarlo.
—Pero vida mía… —insistió “El Colilla”, con el corazón transido de dolor—.
“El Colilla” le entregó un papel; Rosita se lo guardó en el bolso, sin mirarlo, y se alejó rabiosilla. Supuse que era una de aquellas poesías que componía en la biblioteca para ablandarle el corazón por vía poética. Llevaba meses llenando libretas de rimas y octosílabos: labios de rubí, cabellos de oro, ojos limpios como trémulas estrellas… y pechos… ¡Ay, los pechos…! ¡Cálidos nidos de paloma! Ni más, ni menos. Cuando las composiciones estaban a su gusto, me las leía en secreto y me preguntaba.
—“Mosquito”, ¿cómo me ha quedado?
—Maravilloso, Emilio.
Lo veía tan satisfecho que, para contener su optimismo, añadía:
—Pero no te fíes. En este país de ignorantes, ya no lee nadie. Se ha perdido el gusto por la buena literatura; y la culpa es de la televisión.