Continuamente nos asechan deseos, tendencias, impulsos… tentaciones de engrosar nuestro ya abrillantado “yo”. Es algo como “connatural” con el hombre; conmigo, contigo, con todos; es algo así como una cicatriz de la rebeldía que tuvieron el primer hombre y la primera mujer. Y esta experiencia, esta vivencia de adulación, nos produce, en un primer momento, que puede seguir algo más, o siempre, un sentimiento agradable, de importancia, un “subidón” en nuestra autoestima… que, en realidad es “pseudo”, es falso. No es este el camino de la auténtica felicidad, al menos en esta nuestra vida en la tierra.
Creo que nosotros, los hombres, no estamos hechos o pensados para ese tipo de felicidad; no es esta la auténtica felicidad, a la que de una forma natural y ordenada podemos aspirar. Pienso que nuestra felicidad está en las cosas sencillas, pequeñas, corrientes, menudas… de a diario. Así, en estas pequeñas recompensas, nuestro yo no se vanagloria, solo vive… siente, disfruta. A esta sensación de vivir honestamente y disfrutar de sus pequeños frutos y gratificaciones, lícitas, sencillas, ganadas por nosotros al caminar por la estrecha senda del bien, me atrevería a llamarla “la modesta felicidad”.
Creo que, por ser modesta, es, al menos, real, auténtica, de verdad, sin pajas ni rellenos, sin aumentativos, sin invadir esferas que no están reservadas para los mortales.
A veces, sentimos un poco como vergüenza de decir cosas que nos hacen felices, cosas pequeñas, cotidianas… Son esas pequeñas ilusiones, en ocasiones materiales, de objetos, proyectos, de los sentidos…
Cada cual tiene las suyas, modestas, como en nuestra infancia: un sencillo libro ha bastado entre nuestras manos, un pequeño reloj de bolsillo, un par de calcetines, una corbata bonita pero no lujosa, una estilográfica, la música ‑oída o cantada‑, cuidar las plantas, dibujar, pintar una sencilla pero no menos bella lámina, caminar por la ciudad, ver las tiendas, enamorarse de alguna prenda de vestir o calzar, escribir un poema, ver una interesante película u obra de teatro, gozar de la compañía de los amigos queridos, gustar de esos pequeños manjares que nos recuerdan cuando éramos niños ‑castañas, uvas, moniatos, mantecados…‑ o tomar esa copita de anís como lo hacía nuestro padre o abuelo, disfrutar de la sexualidad ordenada, coleccionar pequeñas cosas…, estas y otras muchas cosas son las que nos pueden auténticamente llenar, porque para esto sí que estamos hechos, preparados… Es lo que nos viene como anillo al dedo; es lo natural, lo humano, lo lícito; y es bueno, nos gratifica, nos compensa de tantas pequeñas adversidades y espinas que hemos de sobrellevar cada día.
Todo lo dicho nos hace tener esas pequeñas ilusiones que tanto nos ayudan a seguir viviendo, no con desgana ni desánimo, sino con chispa, con cierta alegría, esperanza, sentido.
No esperemos la felicidad en los triunfos, en ser el mejor, en sobresalir para lucirnos, en ganar premios o distinciones, en ser popular o reconocido; no, porque todo esto es buscar la gloria, el aplauso, el honor; es decir que yo o tú eres más, mejor, que estás por encima de los demás; y esto es una falacia, es falso. Todos somos iguales en dignidad. Sí que es cierto, que cada uno recibe unos talentos, capacidades, aptitudes innatas que debe de desarrollar, sacarle partido y poner al servicio de los demás. Unos han recibido más, otros menos; es lo mismo: cada uno ha de responder según lo recibido; no por recibir más se es más feliz, sino por caminar en la senda del bien, de la honestidad y, en ese camino, todos somos iguales y nos limitamos a vivir con simplicidad y sencillez ‑sin mezclarnos en conflictos y problemas inútiles que sólo conllevan un pesado lastre‑, a estar contentos y a poder disfrutar de tantas pequeñas cosas lícitas que están a nuestro alcance y que no nos sacan del sitio que nos pertenece y para el que hemos sido hechos.
Y, cuando nuestras capacidades sean más elevadas; cuando nuestros frutos sean más bellos, reconocidos por los demás; cuando logremos llevar a cabo empresas de cierta importancia o, sin buscarlo, podamos entrar en el mundillo de la fama, del reconocimiento…, entonces, creo que podemos aprender la lección, la clave, el quid, la piedra angular para no perder nuestro sitio, nuestro papel y no endiosarnos…, pues…, sin ir más lejos, observando y teniendo en cuenta la frase que pusieron, al acabar esa joya del renacimiento español que es El Salvador de nuestra prócer ciudad de Úbeda, colocada en el arco de la verja (de Villalpando) que separa la nave del presbiterio. En el centro de la verja, está escrito con letras de oro “SOLI DEO, HONOR ET GLORIAM” (‘El honor y la gloria, sólo para Dios’); y para nosotros…, la modesta felicidad.