Un puñado de nubes, 102

02-12-2011.

 

Alfonso regresó a su casa con un fuerte dolor en el pecho. La frialdad de la sala del anatómico se le había metido en los huesos. Al menos, eso creía él. No podía evitar que la imagen del rostro macilento y afilado de Maurice le acudiera una y otra vez a su cabeza y le produjera un estremecimiento que casi lo paralizaba. Todo acabado. El placer, el amor a Angelo, los celos, los viajes, el lujo, la buena mesa…  Todo reducido a un cadáver, a un saco de huesos.

 

No tuvo ganas de cenar. El estómago lo tenía contraído. Se desnudó y se puso el pijama color vinotinto con pequeñas formas geométricas. Sentado en el sofá, ante el televisor apagado, bebió varios vasos de Bourbon casi seguidos, sumido en sus pensamientos. Poco después, como un autómata, se acostó. Ya de madrugada, sin poder conciliar el sueño, persistía el dolor en el costado izquierdo. Alcanzó la caja de Valium 10 de un cajón de la mesilla de noche y se tomó, sin agua, un par de pastillas. Poco después, se quedó profundamente dormido. De su estado físico, no le había comentado nada a León en esos días. De su presentimiento, tampoco.

 

Tanto Indalecio como Amalia se extrañaban de que Alfonso llevara ya dos días sin aparecer por La Luna. Por eso, una tarde, Amalia le preguntó a León:

 

—¿Alfonso está otra vez de viaje?

 

—¿Por…?

 

—No, por nada; pero hace ya dos días que no se le ve el pelo.

 

—Lo de la extraña muerte de su amigo Maurice lo ha tenido muy ocupado. Mucho papeleo. Lo mismo aparece en cualquier momento. La verdad es que yo no le he llamado tampoco. Con mi hijo Juan en la casa, con eso de su trabajo…

 

Después de tomar café en La Luna, y por el comentario de Amalia, León se quedó intranquilo. Y, tan pronto como llegó a la Gran Plaza, lo llamó al móvil. Nadie respondía. Saltó el buzón de voz, pero León no quiso dejarle ningún mensaje. Lo volvería a llamar más tarde.

 

Ya, casi a mediados de octubre, anochecía más temprano. El aire se había hecho más frío y molesto. En la cena, con su hijo Juan, apenas si comentaron nada del asunto de Alfonso. El muchacho estaba preocupado con su trabajo. Tampoco quería inquietar a su padre y fingía normalidad; pero León intuía que las cosas no le iban bien.

 

—¿Sabes lo de Maurice, el amigo de Alfonso? —rompió León el silencio—.

 

—Sí, claro.

 

—Una desgracia.

 

—Yo no sabía que Angelo, ¿se llamaba Angelo, no?, era pareja de Maurice. La escapada del joven con Rosalva debió de ser un golpe muy duro. No se puede uno fiar de las apariencias.

 

—Rosalva no ha hecho sino traer problemas —medio suspiró León—.

 

—Quizás ella no tuvo culpa —la excusó Juan—; ella fue una víctima, recuerda.

 

—¿Bueno, y tú, cómo vas con tu trabajo? —cambió León, para ocuparse de lo que verdaderamente le interesaba: la situación de su hijo—.

 

—Bien, bien, ya sabes; hay que ir tanteando el terreno. Tengo que hacerme con la situación e ir conociendo al personal.

 

—Ya, claro —respondió secamente León ante la ambigüedad de su hijo—.

 

Desde su dormitorio, León, ya en la cama, volvió a llamar al móvil de Alfonso. Nada. De nuevo el buzón de voz. A la mañana siguiente, sobre las diez, una vez que llevó al colegio a su nieto, se acercó al palacete de Alfonso. Llamó varias veces al timbre. Nadie respondía. Decididamente volvió a su casa, cogió el juego de llaves que le había dado Alfonso y, de nuevo, se encaminó a casa de su amigo. Temía que la banda de secuaces de los mafiosos, reorganizados otra vez, le hubieran atacado de nuevo. Abrió la verja, atravesó el jardín delantero. Todas las ventanas estaban cerradas. Introdujo la llave en la cerradura de la gran puerta de entrada. Tres vueltas. Sin pasar adelante, desde el dintel, llamó:

 

—Alfonso… Alfonso… ¿estás ahí?

 

Silencio. Pudo comprobar que la casa no parecía asaltada. Desde el pie de la escalera volvió a llamar:

 

—Alfonso… ¿estás aún en la cama?

 

Nuevo silencio. Preocupado, subió más rápido la escalera y se dirigió directamente al dormitorio principal, el que siempre ocupaba su amigo. La puerta estaba entornada. La empujó lentamente. Allí estaba, dormido.

 

—Joder, Alfonso, ¿no me has escuchado? ¿Qué pasa, que anoche agarraste una buena merluza, no? Nos tenías preocupados a todos.

 

León se acercó. Zarandeó suavemente a su amigo.

 

—¡Por Dios, Alfonso! ¿Qué te pasa?

 

El cuerpo de Alfonso, desmadejado, estaba frío. León tuvo que subirse en la enorme cama para incorporar el cuerpo de su amigo. Se temía lo peor. Tenía los ojos desmesuradamente abiertos, mirando al vacío.

 

—¡No, no, nooo…! ¡Dios mío, no puede ser, no puede ser! —se repetía nervioso, León, sin saber qué hacer—.

 

Llamó a Amalia y le dijo:

 

—Ha ocurrido una desgracia.

 

—¡No me asustes, León! ¿Te ha pasado algo, te encuentras mal?

 

—¿Puedes venir a casa de Alfonso?

 

—¿Qué le ha ocurrido?

 

—Ven; tú ven, por favor.

 

—Pero dime…

 

—Creo que está…

 

Amalia no le dejó terminar la frase y amortiguó un grito sollozado.

 

—No toques nada. Tranquilízate. Ahora mismo se lo digo a Indalecio y nos plantamos allí.

 

León tenía lágrimas en los ojos y moqueaba. No supo cómo, pero se arrodilló a los pies de la cama, como si rezara una oración que no sabía. Pasados unos diez minutos, pensó que lo más lógico sería llamar a los servicios del 112. Las asistencias llegaron veinte minutos después, coincidiendo con Indalecio y Amalia.

 

En ese intervalo, León tuvo cuidado de ojear los cajones de las mesillas de noche, por si encontraba algún medicamento del que hubiera abusado Alfonso, para ponerlo en conocimiento del servicio médico. Dio con la caja de somníferos, pero solo faltaban dos cápsulas. Sin embargo, en el cajón de abajo, de la mesilla de la derecha, había un sobre apaisado de color caña en el que ponía: «Para mi amigo León». Por lo pronto, no quiso saber lo que decía el escrito. Lo guardó en el bolsillo interior de la chaqueta, para leerlo a solas, con más tranquilidad.

 

Los médicos solo pudieron certificar la muerte de Alfonso.

 

—La autopsia determinará la causa de la defunción —dijo el médico—. ¿Padecía alguna enfermedad?

 

—Bueno, había estado en Suiza, tratándose con un médico chino.

 

—¿Chino? Bien, ya dictaminará el forense. Nosotros tenemos que llamar a la policía para que inicie los trámites para levantamiento del cadáver. Los agentes querrán hacerle a usted algunas preguntas.

 

Indalecio y Amalia permanecían a la puerta de la habitación, sin atreverse a entrar. Amalia vio a León repentinamente más envejecido, casi un anciano, encogido; y recordó la noche que estuvo con él en esa misma cama, en la que ahora yacía muerto Alfonso.

 

El interrogatorio a León se llevó a cabo en la comisaría de la Avenida de la Cruz del Campo, la más cercana.

 

—Tiene que estar localizable las veinticuatro horas del día —le dijo el comisario jefe, tras tomarle los datos y hacerle un sinfín de preguntas—. Los resultados de la autopsia aclararán muchas cosas.

 

Amalia e Indalecio también testificaron.

 

—Sus testimonios serán tenidos en cuenta. ¡Ah!, y también deben estar localizables —les advirtió el mismo funcionario—.

 

—En el bar La Luna, nos encontrará siempre —aprovechó Indalecio, para hacer propaganda de su bar—.

 

La pregunta que más irritó a León fue la que, con descarada suficiencia, le espetó el comisario:

 

—¿Mantenían ustedes relaciones…?

 

—¿Cómo, qué relaciones?

 

—No se haga el nuevo; lo ha entendido perfectamente: relaciones íntimas. ¿Que si eran ustedes pareja…?

 

—¡Por favor!, Alfonso era un amigo de siempre, desde el internado, y hace poco más de un año que se vino a vivir a Sevilla.

 

—Cerca de usted, ¿verdad?

 

—Él me pidió que le buscara un buen chalé.

 

—Entiendo.

 

León estuvo a punto de gritarle al comisario: «Usted no entiende nada de nada, pedazo de bestia», pero se contuvo.

 

La autopsia tranquilizó a todos. Había muerto de muerte natural: un infarto fulminante. Los Valium no habían tenido incidencia. El comisario ni siquiera le pidió disculpas al comunicarle el resultado.

 

—De buena se ha librado usted —fue su despedida—. Ahora tendrá que darle sepultura. ¿Lo había pensado?

 

Aquellos dos días que tardaron en dar el resultado de la autopsia fueron terribles para León. Sobre todo el primero. Hasta se olvidó de la carta que había guardado en el bolsillo interior de la chaqueta.

 

León desconocía si Alfonso tenía algún pariente al que avisar. Por esa razón, se hizo cargo de todos los trámites. Su hijo Juan lo animaba, pero apenas si podía abandonar la empresa para acompañarlo.

 

Una de las veces que se puso la chaqueta para salir a la funeraria, recordó la carta y, sin saber muy bien por qué, se dirigió primero al bar, a charlar un poco con Amalia e Indalecio para decirles lo que pensaba hacer. Pidió un café y ocupó una mesa, algo más retirada de la barra, para leer con tranquilidad el escrito. Decía:

 

Querido y entrañable amigo León:

 

El tiempo es inexorable, aunque parezca cursi decirlo. Implacable. Desde que regresé de Davos, tenía el presentimiento de que se me acababa la vida. Allí, en las montañas, tuve la tentación del suicidio. Varias veces. No encontraba, ni encuentro ya, sentido a mi vida. Si no lo he hecho no ha sido por principios morales o religiosos, sino por cobardía.

 

El cuerpo me lleva anunciando hace un tiempo su descomposición. Estoy completamente solo. El venir a aquí fue cosa premeditada. Indagué hasta localizarte. Egoístamente, pensaba en ti. Tú podrías “encargarte” de mí en caso de que lo necesitara. Sabía que no me ibas a defraudar. Te conozco muy bien, desde que éramos niños. Allá en el internado, aunque tú no te dabas cuenta,mi amistad puso los ojos en ti. Eras distinto a los demás. Y eso que siempre estábamos discutiendo y pugnando por las mismas niñas.

 

Hace algo más de una semana, sin que tú lo supieras, acudí al mismo notario que hizo las escrituras del chalé. Se acordaba de ti perfectamente. Le hablé de hacer testamento. Y lo hice. Si me quedara imposibilitado, tú serías el administrador de mis bienes y, si muero ‑que será lo más probable‑, acude a él.

 

De todos modos, quiero que sepas cuál ha sido mi última voluntad. Esta casa te la he dejado a ti. Tú la buscaste, te gustó… tuya es. En ella puedes vivir con tu hija y tus nietos. Hay espacio más que suficiente. Incluso, si no quieres verte con tu yerno, no tienes que encontrártelo.

 

Además, la Nestlé tenía hecha una póliza de vida para los altos ejecutivos con la compañía Helvetia. Como teníamos que viajar con frecuencia… Creo que son unos doscientos mil francos suizos. He señalado al notario que los beneficiarios sean Amalia e Indalecio, para que puedan poner un bar en condiciones. Me parece que han sido personas muy honestas y cercanas.

 

Tenía previsto que el dinero que tengo en la cuenta de USB fuera para Rosalva. Me hizo muy feliz en muchas ocasiones. Pero con Angelo, inmensamente rico, no tendrá necesidad de ese dinero, así que la mitad será para ti y el resto para un centro de atención a drogadictos jóvenes. ¡Ah!, en un bolsillo del abrigo Camel, que está en el ropero de mi dormitorio, hay un sobre con veinte mil euros más o menos. Sonpara los gastos que origine la incineración de mi cuerpo y el traslado de mis cenizas a Úbeda. Quiero que las esparzas a los pies de algún olivo o algún ciprés de los que hay en la Casería del Deán, ¿la recuerdas? Íbamos allí algunos jueves de excursión.

 

Por último, te pido que nada de responsos ni de servicios fúnebres. Pásate, sin embargo, por la Plaza de Santa María y recuérdame. Cuando leas estas líneas, tal vez no te haya podido dar un abrazo de despedida: por eso te lo doy ahora. León, quiero que sepas que me hubiera gustado mucho que hubiésemos sido hermanos.

 

Un abrazo.

 

Alfonso.

 

***

 

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