Vicisitudes de la vejez, 17

Hoy toca hablar de cosas más íntimas pues -llegada cierta edad- a una ya no le importa hacer públicas ciertas intimidades que guarda en el hondón de su memoria y del corazón; y que ninguna o pocas amistades y/o familiares conocen.
Todos sabemos que a las mujeres -al menos a las de mi generación y edad; y a las siguientes, cuando se va envejeciendo- nos gusta hablar de nuestros amores, de nuestras enfermedades y cuitas; y, sobre todo, de nuestros azarosos (o no) embarazos y partos, regodeándonos al contarlos de manera especial, amén de la crianza y evolución de nuestros hijos.


Es lo mismo que les pasa a los hombres con su crucial período de servicio militar (llamada vulgarmente, la mili), cuando era obligatorio, ya que llevamos años que no lo es (desde que Aznar lo quitó). No hay reunioncilla familiar o amical en la que no salgan a relucir las batallitas más rocambolescas (reales o imaginarias), siempre peregrinas), aumentadas y reformadas por el protagonista de la historia para causar impacto al personal que le escucha; y que, a su vez, sirve de eco o pulsador inmediato para que el resto de hombres o contertulios cuente que él lo pasó mejor allí, cuando a veces hizo más guardias que Eloy Gonzalo García (el héroe de Cascorro) en la guerra de Cuba…
¿Qué mujer no ha contado una y mil veces todas las circunstancias, alegrías y vicisitudes que pasó en sus embarazos o partos con todo lujo de detalles? Y más, antes que era demasiado normal tener muchos hijos, no como ahora que la cosa funciona de otra manera y muchas mujeres se casan más mayores y hasta casi ni les queda tiempo ni ganas de embarazarse. Que eso es otro cantar…
Pero no perdamos el hilo de lo que iba a contar pues me pasa a mí, como a las mujeres de mi edad o generaciones anteriores e incluso posteriores, tenemos tanta experiencia acumulada en ese crucial tema que poseemos anécdotas por un tubo para ilustrar nuestra larga y tendida conversación con familiares, amigos o conocidos.
Yo he tenido tres hijos (dos hembras y un varón), de los cuales, como toda madre que se precie, estoy orgullosa, a pesar de que en el transcurrir del tiempo se vaya una llevando pequeñas y grandes decepciones y preguntándose interiormente -muchas veces- si mereció la pena traerlos a este loco y trastocado mundo, como toda madre de vecino que se precie. Como decía mi padre «si fuésemos viejos antes que jóvenes», otro gallo nos cantara en el transcurrir de nuestra vida; pero ésta está, pero que muy bien puesta por el Sumo Hacedor; así lo ratifico también yo por experiencia.
Mi primer embarazo fue malísimo: desde que se cuajó mi hija en mi vientre me daban unas vomiteras de campeonato, especialmente los tres primeros meses en los que no me paraba nada en el cuerpo y tenía una continua sensación de náuseas impresionante. Pero como yo quería y ansiaba ser madre, todo lo fui sobrellevando lo mejor que pude. Cuántas veces mi madre -siempre preocupada por mi estado de salud- hizo encajes de bolillos en comidas y demás para que yo me encontrase lo mejor posible, aunque no lo estuviese ni consiguiese realmente. ¡Lo que hacen las madres por sus hijas (o hijos; qué más da)! No hay dinero en el mundo para pagarles su desinteresado servicio y crucial entrega.
Estoy hablando de la época en la que no había lavadora ni lavavajillas -y menos en una familia pobre como la mía- y había que salir al corral a lavar semanalmente, en la pila, esos crudos días de invierno en los que todavía nevaba abundantemente en Úbeda. ¡Cuántas veces me calentó agua mi madre al fuego de nuestro hogar de palos, para que no estuviese tan helada en aquellos gélidos inviernos en los que los carámbanos pululaban por doquier…!
Como primeriza hube de pagarla ciriales por mi inexperiencia. Por entonces se paría (o daba a luz, que suena más fino, como se dice ahora) en casa. Yo los tuve los tres allí, en los diferentes domicilios por los que me fui instalando con mi marido y familia.
Para asistir al parto era normal que se avisase al “ama” (o a la “vuelcaollas”, cuando el tema iba de aborto provocado) y que estuviesen presentes familiares (madre, hermana, etc.); además de alguna vecina avezada en estas lides que mejor hubiese parido ya varias veces o asistido a otros partos y poco personal más. Total que el parto no era tan íntimo como ahora nos quieren hacer creer, aunque tampoco llegase al caso de los de las reinas, en donde muchos ojos y oídos tenían que estar presentes y demostrar que no había trampa ni cartón en la venida al mundo del nuevo heredero real.
Como la cosa venia lenta mandamos a mi marido para que fuese por el ama o partera pues andaba siempre ocupada de un lugar para otro, ya que además de ese oficio seguía siendo ama de casa de las de antes, con su larga familia a cuestas.
Como era primeriza -mal blasón para todo el mundo; especialmente, a las que se dedicaban a asistir en estas lides-, le dijo que esperase a que yo dilatase lo suficiente para que ella llegase en el momento oportuno y no tuviese que esperar en mi casa demasiado tiempo, pues estaba sumamente ocupada.
Mi marido se lo creyó, siendo primerizo en estas lides y estando más asustado que un pajarillo ante un león; y se volvió para contárnoslo.
Pero aquello iba de mal en peor puesto que -tras demasiadas horas de dilatación, habiendo roto aguas- la criatura no salía, hasta que se quedó atrancada en el canal del parto con unos dolores horribles que no podía soportar y temiéndome lo peor: que mi hija naciese muerta o se ahogase en el parto.
Llegó el momento en el que la cabecita de mi hija quería salir al mundo exterior, hasta dándome pataditas en mi barriga, y la dichosa ama ni se presentaba, después de haberla requerido varias veces; tras infructuosa búsqueda por parte de mi marido en diversas casas particulares del barrio del Alcázar de Úbeda. Hasta mi madre, la pobre, se le descompuso el cuerpo de verme en ese estado.
Por fin llevó la partera (gorda y fea, a mi entender), para decir entonces «que qué barbaridad, cómo no me habéis avisado antes» (¡tendría cara la tía…!); puesto que la niña estaba casi afuera y había que ayudarla para que naciese con normalidad.
Lógicamente le puse la cruz a esta señora que no me había ayudado en mi primer parto demasiado sino todo lo contrario. La próxima vez que necesitara sus servicios la iba a llamar su madre…
Tras largo tiempo de empuje y dolor nació mi pequeña, que sería la mayor de mi casa, con la cabeza apepinada y más fea de lo que yo hubiera querido, pues yo siempre había visto a los niños ya tranquilos y arreglados después de su nacimiento. Hasta mi madre decía «para ser mi primera nieta, qué fea es…».
Luego fue la más guapa y linda del barrio. Pero en esos momentos, con el tiempo tan largo que había estado esperando para salir se había deformado, por desgracia. Menos mal que eso se revirtió y fue la chica más bella que he conocido. Perdonadme el atrevimiento, ya que soy su madre. ¡Estoy tan orgullosa de ella!
Lo que no sabía todavía era que el calvario no había terminado. Me quedaban tres meses de llanto continuado con lo que -mucho más tarde- me dijeron que se llamaba “el cólico del lactante”. Lógicamente mi pobre hija tenía que “fogar” y manifestar -de alguna manera- todo lo que había sufrido para venir al mundo.
Sevilla, 12 de julio de 2020.
Fernando Sánchez Resa

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