Por Mariano Valcárcel González.
“El sueño de la razón produce monstruos”. Lo sabía perfectamente el gran Francisco Goya y lo sufría tremendamente. Consecuencia en él, las pinturas negras, tremendos sueños alucinados de una mente despierta, y su exilio póstumo de esa España que gritaba: «¡Vivan las caenas!».
Sí, tanta razón de la que presumen ciertos personajes de nuestra actualidad y fatalidad política, razonables según ellos hasta la médula, está produciendo certeramente monstruos ya irreversibles, como esos gremlins de la película que, una vez transformados por el efecto exterior, no es posible volverlos a su ser apacible, cariñoso y bienintencionado (achuchables).
Supuestamente, el ejercicio de la razón obedece a la lógica; tal vez y necesariamente todo razonamiento debe resultar del desarrollo de los silogismos lógicos que se convierten en irrebatibles. Siendo esto así, podríamos emitir el siguiente encadenamiento: 1. «Yo soy de Úbeda». 2. «Yo soy calvo». 3. Luego «Todos los de Úbeda son calvos».
A todas luces, lo anterior es toda una barbaridad, por mucho encadenamiento dialéctico que se le aplique. Cierto; esto, ni es lógica ni es nada; pero, con el vestido de la inapelable lógica, se nos colocan hoy día verdaderas aberraciones doctrinarias. Sobre todo dentro y desde los círculos que se autocalifican de intelectuales políticamente correctos y adictos a la práctica política tan correcta como supuestamente razonada y razonable, porque proviene de sus irrefutables y lógicas dialécticas.
En la rueda del tiempo pasado, se ha sabido y conocido de grupos de sujetos (o sujetos concretos e individualizados) que, en el uso de sus argumentos, verdaderamente productos de unos sueños monstruosamente razonables, han ido derechitos hacia los mayores desastres, no ya solo sufridos por ellos mismos, sino sufridos y sufribles por los demás.
No importa. Tenemos la razón, aunque la tozuda realidad nos indique que o bien es una razón a medias, necesitada de ayudas, o ni es razón ni razonable el aceptarla o el aplicarla. Los monstruos razonables no se bajan del burro de sus argumentos, así constaten que el burro o no quiere caminar, o se va al precipicio. Da igual. Porque, en realidad, a burros ellos. Y cuando se disfraza la mera ambición con justificaciones aparentemente razonables, el asunto ya se desquicia.
¿Y en qué queda, pues, la utilización de la razón como armazón de cualquier dialéctica, de cualquier intercambio de pareceres? ¿Según lo anterior, ya no vale razonar…?
Sabemos y tememos que eso no puede ser así, pues, sin el soporte del argumentario razonado, todo podría ser mero enfrentamiento culminado ciertamente en la victoria del más fuerte sobre el más débil. La violencia estaría así garantizada. Claro que la violencia no se ha podido evitar tampoco, cuando el que exhibe su razón inapelable la impone por la fuerza. La Diosa Razón revolucionaria llevó tras sí una horrenda procesión de cadáveres.
Dialogamos (se apela últimamente al diálogo, pero ¿cómo dialogar con quien no quiere o al que solo le interesa imponer su monólogo?), contrastamos los argumentos, procuramos armonizar unos criterios con los otros, nos deslizamos hasta la asunción de un nuevo discurso, fruto de lo anterior; y, como colofón y fruto de todo ello, asumimos la nueva realidad y la ponemos en práctica. Eso es razonar. Eso es poner en valor el verdadero valor de la Razón.
Nos vamos ciegos, porque llevamos las anteojeras burricias de quienes tienen su manual razonado como libro sagrado, inspirado por la Diosa Razón nada menos y profetizado (luego debidamente interpretado) por los exégetas del mismo. Y, cuidado, no todo el mundo posee el don y la capacitación de ser profeta.
En esto, nuestra izquierda nacional, más o menos extrema, viene siendo experta.
Cada clan tiene sus exégetas y profetas, popes intocables, a los que se sigue sin demasiada crítica (al líder no se le critica) y que por un quítame o ponme una coma (no digamos ya un punto y coma, que hay quienes no saben ni que existen) son capaces de destrozarse mutuamente en rencillas y facciones irreconciliables. La derecha se frota las manos, claro; así se las ponían a Fernando VII.
Amigos míos, albricias. Las cosas se irán desarrollando como debieran serlo según los deseos conservadores, porque el almacén de las razones progresistas está tan lleno de caudillos razonables que, como cantaba mi paisano Sabina, “sobran las razones”.
Por esto, no se formará un gobierno progresista tampoco en las próximas elecciones. Ni monocolor ni de coalición. Hay un parque piramidal, pétreo, compacto, monolítico, en manos de un Podemos impotente (¡qué paradoja!) que transforma en impotencia todo lo que alcanza. Pues sus razones, convertidas en libro áureo, son los mandamientos de una ley intocable, pero con vocación muy clara de ser impuesta si se produce la ocasión; una razón irracional. La razón de la ambición personal.
¡Qué viejo panorama!, repetición del guión fracasado del bienio 15/16, a pesar de la cruda realidad de su fracaso. Monstruos de una razón averiada y agujereada por las carcomas de otras micro-razones que también tienen vocación de volar. ¡Qué absurdo!