Tras no pocas dudas, me he decidido a pergeñar unas líneas como reacción de un historiador ante el cúmulo de inexactitudes y tergiversaciones sobre hechos del pasado que, por ello, no pueden ser cambiados a gusto. Éstos pueden interpretarse desde distintas ópticas (política, social, económica, etc.) o incluso desde los prismas de las distintas escuelas históricas (positivista, Annales, marxista, cristiana, etc.). Pero en ningún caso se pueden alterar los hechos demostrados y retorcerlos hasta que coincidan con los intereses del escribidor. No, no estoy hablando de las “fakes” que tan de moda ha puesto el presidente Trump, o de los “hechos alternativos” de su secretaria de Prensa Kelliann Conway. Eso son, lisa y llanamente mentiras. Me estoy refiriendo a la tendencia a recabar en el pasado argumentos para reafirmar las opiniones propias o refutar las ajenas.
En estos días, lo más tronitonante es el caso del proceso de Catalunya. Pocas veces se han propagado tantas falsedades históricas (y no históricas, pero sólo me ocuparé de las primeras, por mi profesión y por no entrar en un terreno político, y por tanto, opinable).
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