Mentiras históricas comúnmente aceptadas, I. Cataluña.

Tras no pocas dudas, me he decidido a pergeñar unas líneas como reacción de un historiador ante el cúmulo de inexactitudes y tergiversaciones sobre hechos del pasado que, por ello, no pueden ser cambiados a gusto. Éstos pueden interpretarse desde distintas ópticas (política, social, económica, etc.) o incluso desde los prismas de las distintas escuelas históricas (positivista, Annales, marxista, cristiana, etc.). Pero en ningún caso se pueden alterar los hechos demostrados y retorcerlos hasta que coincidan con los intereses del escribidor. No, no estoy hablando de las “fakes” que tan de moda ha puesto el presidente Trump, o de los “hechos alternativos” de su secretaria de Prensa Kelliann Conway. Eso son, lisa y llanamente mentiras. Me estoy refiriendo a la tendencia a recabar en el pasado argumentos para reafirmar las opiniones propias o refutar las ajenas.

En estos días, lo más tronitonante es el caso del proceso de Catalunya. Pocas veces se han propagado tantas falsedades históricas (y no históricas, pero sólo me ocuparé de las primeras, por mi profesión y por no entrar en un terreno político, y por tanto, opinable).

Para empezar, hemos oído al señor Puigdemont en su discurso de toma de posesión que era el 130º president. Quin Torra siguió con la cuenta. Esta cifra la ha mitificado el catalanismo soberanista, pero todos los historiadores, sin más excepción que los de tendencia independentista, afirman que fue el 9º, y Torra el 10º. ¿Dónde nace esta enorme diferencia? En una manipulación de la historia. La verdad es que en 1289 se crea una comisión permanente para el cobro del impuesto conocido como “derechos de General” que por ello devino en “Diputación del General”, y que no tuvo funciones políticas hasta bien entrado el siglo XIV. El diputado que presidía este órgano (el primero, el Obispo de Gerona, Berenguer de Cruïlles, en 1358) se llamaba Diputado Residente, y con el tiempo, President. Todos fueron del brazo eclesiástico (salvo Joan I de Ampuries, del brazo militar, por ser miembro de la familia real). Nunca hubo ninguno del brazo real, de los representantes de las ciudades. Por cierto, esta institución existía también en los demás estados de la Corona de Aragón (Aragón y Valencia).

La Diputación del General vivió su etapa de mayor esplendor en la Edad Moderna y tenía entre sus funciones velar por el cumplimiento de las antiguas leyes y constituciones del Principado. Estaba formada por seis miembros, un representante y un oidor de cada de uno de los tres brazos de las Cortes Catalanas: el eclesiástico, el militar o noble y el real o ciudadano. Tomaba decisiones ejecutivas en el ámbito fiscal que emanaban de las Cortes, y las reuniones las presidía el diputado de mayor rango en las cortes, quien siempre fue –salvo el único caso ya citado– el representante del brazo eclesiástico, y se limitaba a encabezar las reuniones, los actos y la documentación. No tenía una función más preeminente que los otros miembros en la toma de decisiones.

El catalanismo resalta la figura de Pau Claris, como primer Presidente de una Cataluña independiente. La verdad es que este personaje, canónigo de la Seu d’ Urgell y 94º presidente, proclamó el 17 de enero de 1641 la república catalana amparada por Francia, cuyo rey Luis XIII fue proclamado conde de Barcelona sólo seis días después. O sea, de independencia, más bien poco. Con la Paz de los Pirineos entre España y Francia, todo volvió a la situación anterior. (Como anécdota chistosa, la monarquía de Felipe IV sufrió 4 intentos secesionistas en esos años; la citada de Cataluña, la de Nápoles, la de Portugal –que sí cuajó- y la de ¡¡Andalucía!! dirigida por el Marqués de Ayamonte.)

La sublevación comienza con el Corpus de Sangre del 7 de junio de 1640, explosión de violencia en Barcelona (cuyo hecho más trascendente es el asesinato del conde de Santa Coloma, noble catalán y virrey de Cataluña) protagonizada por campesinos y segadores que se sublevaron debido a los abusos cometidos por el ejército real, compuesto por mercenarios de diversas procedencias, no sólo castellanos, desplegado en el Principado a causa de la guerra con Francia, dentro de la guerra de los Treinta Años (1618-1648).

Los sublevados justificaron la rebelión principalmente con argumentos religiosos, acusando al Ejército real de haber cometido de manera impune sacrilegios contra el Santísimo Sacramento, incendiar diversas iglesias,además de haber realizado violaciones de mujeres.

Pau Claris, al frente de la Generalidad de Cataluña impulsó la decisión de poner el territorio catalán bajo la protección y soberanía francesa. Pero la revuelta también escapó a este primer y efímero control de la oligarquía catalana, y derivó en una revuelta de empobrecidos campesinos contra la nobleza y los ricos de las ciudades que también fueron atacados.

Cataluña se encontró siendo el campo de batalla entre Francia y España e, irónicamente, los catalanes padecieron la situación que habían intentado evitar: sufragar el pago de un ejército y aceptar un poder extranjero, es decir, el francés. Luis XIII nombró entonces un virrey francés y llenó la administración catalana de profranceses. El coste del ejército francés para Cataluña era cada vez mayor, mostrándose cada vez más como un ejército de ocupación.

Conocedor del descontento de la población catalana por la ocupación francesa, Felipe IV considera que es el momento de atacar y en 1651 un ejército dirigido por Juan José de Austria asedia Barcelona. El ejército francocatalán de Barcelona se rinde al poco, y se reconoce a Felipe IV como soberano y a Juan José de Austria como virrey en Cataluña, si bien Francia conserva el control del Rosellón. Felipe IV por su parte firmó respetar las leyes catalanas. Esto da paso a la firma del Tratado de los Pirineos.

Esta inestabilidad interna y su resultado final fue dañino para España, pero mucho más para Cataluña. Francia aprovechó la oportunidad para explotar una situación que le rindió grandes beneficios a un coste prácticamente nulo, y tomó posesión definitiva del principal territorio transpirenaico de España (La Cerdaña y el Rosellón).

Pero la gran figura que exaltan es la de Rafael de Casanova, que por cierto no fue ni Presidente de la Generalitat, ni siquiera miembro de ella. Era Conseller en Cap de la ciudad de Barcelona, decidido partidario del Archiduque Carlos, candidato austracista en la Guerra de Sucesión, y en ningún caso tuvo la más mínima veleidad independentista (de hecho, en su proclama dijo: “Se confía en que todos, como verdaderos hijos de la patria, amantes de la libertad, acudirán a los lugares señalados con el fin de derramar gloriosamente su sangre y su vida por el rey, por su honor, por la patria y por la libertad de toda España”).

Otra mentira es su muerte el 11 de septiembre (la Diada) defendiendo Barcelona en el asedio de las tropas partidarias de Felipe V: fue herido en la Ronda de San Pedro, pero sobrevivió y siguió con su oficio de jurista hasta 1742. Y otra mentira es que aquella Generalitat – cuyo 121º presidente era Josep de Vilamala, sacristán de Sant Esteve de Banyoles- liderase la revuelta: fue dirigida por la Junta de Brazos, que dependía de ella. Y el gran bulo: no fue una guerra contra Castilla, fue una guerra civil entre partidarios de Carlos de Austria y Felipe de Francia (¿dónde ponemos a España?), en la que parte de Cataluña apostó por el candidato perdedor. Fue disuelta por Felipe V en 1714, con los Decretos de Nueva Planta.

La Generalitat, tal y como se conoce hoy en día, se estrenó con Francesc Macià en 1931 durante la II República. Y quien propuso el nombre de Generalitat fue el Gobierno de la II República y no los catalanistas, que preferían el nombre de República Catalana.Tras Francesc Macià, el segundo presidente fue Lluís Companys (fusilado por los sublevados franquistas), y les sucedieron en el exilio Josep Irla y Josep Tarradellas, que regresó a España en 1977. El gobierno de Adolfo Suárez aceptó que ostentase el título  en un decreto de aquel año.

Tras la aprobación del Estatuto de Autonomía de 1979, resultaron elegidos Jordi Pujol y Pasqual Maragall. Bajo el paraguas del Estatuto de 2006, se convirtieron en presidentes catalanes José Montilla, Artur Mas, Carles Puigdemont y Quim Torra, que es, por tanto, el décimo president.

El relato nacional de los 131 presidentes enlaza directamente con el milenario de Cataluña celebrado durante la presidencia de Jordi Pujol, en 1988, y la celebración reciente, muy poco matizada, del tricentenario de la derrota de 1714.

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