Por Mariano Valcárcel González.
La cárcel vieja de mi pueblo fue derribada hace unos años por iniciativa de un gobierno de derechas, que era el propietario del edificio. Legalmente tenía todo el derecho a hacerlo. Sólo queda como testigo de su existencia la fachada de ladrillo neomudéjar, al estilo de lo que se construyó entre los años veinte y treinta del siglo pasado. Era la cárcel del partido judicial.
Esa cárcel tuvo sus historias de presos comunes como tantas historias, inocentes y culpables. Pero también tuvo su historial terrible.
El alzamiento militar del dieciocho de julio del treinta y seis provocó una auténtica hecatombe en todo el territorio español. Como los españoles habían sido azuzados por sus dirigentes, de uno u otro signo, al enfrentamiento, a la intolerancia y, simple y llanamente -pero cierto-, a la destrucción del “enemigo”, que era el otro, que era el vecino, que era el que caía mal, a veces era el más inocente de todos y el más demócrata, pues en todos lados se produjeron infamias y crímenes; cometidos según de qué lado se hubiese caído, así era el que los cometía. No se libró ninguno.
Úbeda -quedada en la zona gubernativa y, por tanto, republicana- hubo de soportar el desmadre propiciado por unas hordas, semicontroladas por los más extremistas y exaltados, abandonadas a su albur y sin autoridades que pudiesen, quisiesen o supiesen enfrentarse a tales desmadres. Se acusa y seguirá acusando a la autoridad del momento de culpabilidad por pasiva, aunque también hay quien aduce mera cobardía ante el horror que se producía. No es cosa de juzgar, ahora, si se podía -o no- ser valiente en esas circunstancias, aunque es cierto que valientes los hubo en parecidas ocasiones en lugares tan emblemáticos como Madrid, por ejemplo (y les costó trabajo serlo).
Los extremistas, que tampoco es que fuesen muchos sino más bien significados miembros de ciertos partidos de la izquierda y en especial los de la CNT, se dedicaron tras las noticias del levantamiento militar a ir contra los paisanos que estaban afiliados o considerados como de derechas, o monárquicos o católicos significados y, por supuesto, el clero masculino o femenino. Y también -y es significativo del analfabetismo y del fanatismo de esas gentes- se emplearon en la ocupación y destrucción de bienes religiosos, fuesen inmuebles o muebles. De esa forma, se acabó con una amplia riqueza material y artística, existente hasta esa fecha en la localidad; destrucción que poco aprovechaba, salvo que quienes de lo que se podía vender hicieron negocio (que los hubo).
A las personas les cupo tener cierta suerte al ser detenidas o no tenerla. Es decir, a algunos (en especial curas o frailes) procuraron ciertamente resguardarlos, aunque fuese en prisión, y otros fueron asesinados directamente sin consideración ni juicio alguno, prácticamente en el acto de ser agarrados (y no escribo arrestados, pues a aquello no se le podía llamar arresto).
Así, la cárcel se llenó de presos a la espera de no se sabía qué, porque las acusaciones podían ser variadas o inexistentes, que tanto daba haber sido cacique (si lo agarraban, claro) que comerciante, falangista declarado, miembro de cofradía religiosa, abogado, secretario municipal, etc. Bien se podía esperar que, transcurrido un tiempo, se depurasen los cargos y, por lo tanto, la existencia real de enemigos de la República y afines al alzamiento.
No se dio lugar a ello. Al igual que sucediese en Jaén, con el llamado “tren de la muerte”, o en Madrid con las “sacas” de sus cárceles y los fusilamientos de Paracuellos, en esta ciudad se produjo también la “saca” correspondiente de los presos habidos en la cárcel del partido. Sucedió en la noche del 30 al 31 de julio del treinta y seis.
Rodeada la misma para que no hubiese escape y sin nadie que los parase, los llamados milicianos conminaron al director de la misma a entregar a todo el que dentro del edificio se encontrase. No quiso ser el hombre cómplice del adivinado asesinato colectivo que se pretendía y así se dio lugar al asalto y muertes indiscriminadas de los allí presos, considerados afines al alzamiento militar. Se cuentan cuarenta y ocho asesinados.
Lo anterior también es memoria histórica que no se debe olvidar.
Una vez derrotado el ejército republicano, los vencedores, militares, falangistas, monárquicos, terratenientes y curas procedieron a la venganza y a las depuraciones de quienes tanto les habían enfrentado y tanto les habían hecho padecer en ciertos casos (como lo de arriba citado). Faltó cárcel para tanto preso, por lo que se hubieron de acondicionar las llamadas cárceles auxiliares para retenerlos. Lo que da una idea de la magnitud de la represión que los nacionales llevaron a cabo.
De la cárcel salían acusados o por acusar en los tribunales militares; acá en Úbeda se les llevaba al hoy salón de plenos del Ayuntamiento para la parodia de juicio y luego eran fusilados. Fusilamientos con apariencia legal (no de los “paseados” en las cunetas) que fueron casi cotidianos y, como pasó con los anteriores, obedecían en ciertos casos más a la inquina y animadversión o venganzas personales que a verdaderos hechos criminales cometidos por ciertos republicanos. La cárcel, el edificio, pues, fue también testigo.
Esto también es memoria histórica.
Y esto lo escribo porque hace unos días escuché a una persona que defendía la existencia de ese testimonio local como muestra de ciertos hechos históricos nefastos que se produjeron en dicho lugar, pero olvidando adrede que también lo fueron desde la otra orilla. Vamos, que la memoria histórica en este caso no puede ser selectiva, recordando a unos y olvidando a otros, ambos en casi las mismas e injustas circunstancias. Con ello, no pretendo el cambio del término “memoria histórica” por el de “concordia” como algunos pretenden, sino el que se aplique conveniente y justamente según lo habido y constatado históricamente. No vale, reitero, cierta memoria selectiva y tendenciosa solo para alimentar un relato muy parcial; al fin y al cabo, el de “buenos y malos” de toda la triste vida de este país y sólo pendiente del “vuelco de la tortilla” y así según la cara, según la narración.
Es de justicia el hacerlo correcta y desapasionadamente. O al menos se debe no manipular la memoria, que es tanto como manipular la historia.