Relatos y vivencias del ayer ubetense, 07

Por Fernando Sánchez Resa.

El zapatero. Hoy en día, el calzado de piel es el que tiene más aceptación en el mercado. Los zapateros remendones casi han desaparecido en los pueblos, aunque con la crisis que hemos vivido últimamente han vuelto a renacer. Ese trabajador que en un pequeño portal, sentado frente a su pequeña mesa, hacía toda clase de composturas, palas, medias, suelas, recosidos y zapatos nuevos a medida, es difícil de ver ya. En la Úbeda actual hay pocos zapateros cuyo trabajo consiste en poner tapillas a los zapatos de señora o darle cuatro puntos a los calzados descosidos.

Refiriéndome a los años de la posguerra civil española (1939…), el calzado más usual de la clase trabajadora era las alpargatas de cáñamo y lona, yute, esparto y goma. Los trabajadores usábamos el calzado de cuero exclusivamente para los domingos y días festivos, o en acontecimientos familiares como bodas, bautizos o algún sepelio. Hoy, en nuestra ciudad, han desaparecido aquellos zapateros famosos, como fueron: Alegrías en la calle Real; Zapata en la calle María de Molina; Miguelón en la calle Montiel; y otros más.

Actualmente tenemos elegantes zapaterías donde puedes comprar los zapatos de moda que desees y en el mercadillo de los viernes, por unos euros, te puedes hacer de unos nuevos como si fueses rico…

El enterrador es un oficio que no ha desaparecido, pues la muerte sigue segando vidas con la guadaña; aunque ahora gracias a las maquinarias lo hayan hecho menos trabajoso, físicamente hablando. Claro que no todo el mundo sirve para bregar con personas sin vida.

No voy a hablar de él sino de la macanca, que era un pequeño carro que llevaba a los muertos al cementerio de Úbeda durante la primera cincuentena del siglo pasado. Iba tirado por un solo animal (un burro), y estaba esmaltado en color oscuro o negro. No tenía pescante, ni asiento para su conductor. Era el macabro vehículo que se utilizaba para transportar a los difuntos que habían fallecido en la calle y que como no tenían a nadie que se hiciese cargo de ellos era el ayuntamiento quien los asistía camino de su última morada. Constituía una magna y tétrica procesión, digna de ver. Detrás de la cruz alzada, iban tres curas, el párroco y sus ayudantes: el sochantre, el sacristán y los dos monaguillos con sus ciriales encendidos. La gente que deambulaba por su recorrido la presenciaba con respeto y recogimiento, viendo pasar el desfile fúnebre, hasta que la comitiva se paraba y dejaban al difunto en el suelo. Entonces salía un componente del cortejo, familiar o amigo y, con palabras entrecortadas por la emoción, glosaba -con ponderación- las virtudes que habían adornado al difunto en su vida terrenal, pues ya había pasado a mejor vida. Si pertenecía a alguna hermandad o sociedad benéfica, el secretario leía los nombres de los diez cofrades que acompañarían al socio muerto hasta el cementerio y le darían sepultura.

Otra profesión que ha quedado obsoleta y olvidada ha sido las maestras de miga; eran señoras, viudas o solteras, que ponía en el portal de su casa (o en alguna otra habitación) una escuela para que asistieran niños de dos a cinco años. Para ello, no se precisaba tener ningún título académico ni permiso de las autoridades; ni siquiera pagar ninguna contribución. Al apuntar a tu hijo tenías que llevar una silla pequeña para sentarlo y pagar tres perrillas, que eran quince céntimos de peseta, por semana. Por entonces, esos colegios proliferaban en todos los barrios de nuestro pueblo. Aunque hoy quieren recuperarse en parte, al menos en las capitales, como maestras de día, que tienen a cargo 4 o 5 infantes, con el fin de darle solamente atención familiar de una forma respetuosa y natural.

fernandosanchezresa@hotmail.com

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