Por Dionisio Rodríguez Mejías.
1. La recogida.
A las diez en punto de la mañana, el coche de Fandiño se detenía ante el domicilio de Barroso, y la mente de Paco volvió a cubrirse de negros nubarrones. Algo le decía que, una vez en su casa y tras una serena reflexión, el charcutero podía haber cambiado de parecer y todo aquel trabajo habría sido inútil.
Le había rezado varios misterios a nuestra Señora del Rosario, patrona de Cádiz, para que le ayudara a consumar la estafa, porque le daba miedo de que el matrimonio hubiera recuperado el sentido común y, tras hacer sus cálculos, pensaran que, a pesar de los cuentos que les habían explicado sobre el futuro de Edén Park y las cuantiosas ganancias que les reportaría la inversión, los tiempos no estaban como para embarcarse en la aventura de comprar un terreno en la quinta leche, a más de cien kilómetros de Barcelona, en una urbanización sin asfaltar. De buena gana, hubiera dado media vuelta; pero no le quedaba más remedio que seguir adelante. El timador es como el militar; se la tiene que jugar en el momento necesario.
Bajaron del coche, Ezcurra llamó al timbre y, al instante, les abrió la puerta el charcutero. Al principio, pareció sorprendido por la presencia de aquel gigantón con un arma de fuego a la cintura. No obstante, después de saludarlo, a Paco le pareció tranquilo y relajado; y, echándole valor al asunto, le presentó a sus dos compañeros.
―Buenos días. Al señor Fandiño ya lo conoce, y a nuestro agente de seguridad le he pedido que nos acompañe por precaución. Hoy, toda cautela es poca.
Los invitó a pasar y, una vez en el salón, llamó a su esposa. Salió Elisenda, secándose las manos en el delantal y, mirando al revólver de reojo, les preguntó si querían tomar alguna cosa. Paco le dio las gracias, los otros no contestaron y, a la vista de la negativa, se disculpó diciendo que debía volver a sus tareas en la cocina.
Camuflada debajo de un cuadro, e incrustada en el hueco de la chimenea, había una caja fuerte de esas que se abren girando una ruedecita y marcando una clave secreta. Contenía fotocopias de documentos, y una cantidad de dinero que, a simple vista, no pasaba del millón de pesetas. Paco calculó que aquella suma no era suficiente y, por un momento, pensó que todo estaba perdido. Con cierta preocupación, le recordó a Barroso que la cifra era de diez millones y, como si esperara la pregunta, el charcutero le explicó que tenía miedo de que cualquier noche se presentaran a robarle; y, por eso, tenía aquella caja oculta tras la chimenea.
―Solo es un cebo para que los ladrones se lleven algo y nos dejen tranquilos. Pero el dinero de verdad no está aquí.
Le puso la mano en el hombro, con aire familiar, y los condujo a una especie de bodega en la que guardaba media docena de jamones, una estantería con botellas de vino de marca, ropa de invierno, libros, papeles, trastos viejos y dos maletas de madera, vacías. Retiró la vieja arpillera que cubría el pavimento y les mostró un hueco excavado en el suelo, y cubierto por una plancha metálica cerrada con llave. El interior estaba revestido de madera, como un armario, y contenía carpetas, joyeros, documentos y diez o doce paquetes de gran tamaño, repletos de dinero. ¡Aquello era un tesoro! Barroso cogió el envoltorio que tenía más a mano y se lo entregó a Portela.
―Aquí tiene diez millones de pesetas. Los he contado esta misma mañana.
Haciendo gala de una supuesta honestidad, Paco lo pensó y dijo que no podía aceptar aquella cantidad en metálico.
―Mis órdenes son de recibir solo siete millones y medio en efectivo; y el resto, hasta diez, en un talón barrado y nominativo a nombre de don Luis Gálvez Ramírez, propietario del solar. El precio del cheque es el que constará en la escritura. Como usted puede comprender, no podemos arriesgarnos a reflejar el importe real, por las dificultades que surgirían en caso de una venta posterior.