En busca del vellocino de oro, 02

Por Salvador González González.

Al dejar de funcionar la lavandería, estas monjas ‑extraordinarias mujeres; desde aquí mi recuerdo y agradecimiento‑ quedaron para el servicio de enfermería. Con ellas mantuve una muy buena relación, a raíz de unas “fiebres tifoideas” que cogí y por las que estuve una temporada en la enfermería, tiempo que aproveche para ponerles al día unos ficheros que tenían desordenados.

Fueron ellas las que bordaron las cintas de mi capa, cuando estuve en la tuna, como el compañero Mariano Valcárcel, sólo que él entró por el “triangulo” y yo por “la gatera”, porque me incorporé con una guitarra que adquirí a plazos y sin saber, aprendí de oído y fijándome en los acordes de los otros compañeros de curso (hoy mi dureza de oído no me lo permitiría, por supuesto), entre ellos, el de Diego Verdera Casanova, auténtico amante de la tuna y del cante “Alma, corazón y vida” ‑como dice la canción‑, con el que me unía una amistad completa, ya que lo compartíamos todo (hoy me han dicho que no está ya con nosotros, q.e.p.d.), tanto, que nos llamábamos “paisa” a pesar de ser él de Cádiz (Puerto de Santa María) y yo de Málaga (Coín). Precisamente, nuestra amistad se enfrío por culpa de la tuna, ya que yo la dejé en el último año de estudios, porque imaginé problemas con ella, si continuaba, cosa que él no entendió.

El otro fenómeno de la pandereta, con volteretas y cabriolas espléndidas, y destacable en la tuna, era Enríquez Hinojosa Serrano, “El Poli” (un fenómeno entonces en el humor y la parodia). Desde aquí mi recuerdo (mantenemos algunos correos entre nosotros). Que me perdonen otros compañeros, que también compartieron esos momentos, pero la memoria no me responde lo suficiente para hacerlo con seguridad. Sí me acuerdo de algún otro en tareas interpretativas, que también realizábamos con obras de teatro, que llevábamos a los pueblos cercanos (Canena, Mengíbar, Torreperogil, Villacarrillo…), a los cines y teatros parroquiales, donde, a veces, representábamos la obra en cuestión, hasta en dos e incluso tres pases.

Era un fenómeno, como actor, el compañero granadino de mi curso, Antonio Huete Ramírez; pero es que, además, llevaba la lírica en la sangre. Improvisábamos en la representación, tapándonos los unos a los otros los errores que cometíamos, después de varias actuaciones seguidas (difícilmente se lo poníamos al apuntador). En una de ellas, mi papel era de abogado boliviano (Venustiano Tabuco y de Ocaña). Como se suele decir, la realidad supera la ficción. ¿Quién me iba a decir, entonces, que ese papel de abogado lo representaría en mi vida mucho después? Hay que decir, en justicia, que tuvimos buenos maestros en compañeros de cursos superiores, como Dionisio Rodríguez Mejías, que recuerdo en un final de curso representando “Antígona”, en el escenario de la escalinata‑portada de la iglesia. “Lo bordó” en su papel.

De otro lado, la precariedad de la “manduca”, que ciertamente fue un duro asunto de adaptación, porque el desayuno consistía en un vaso, de metal parecido al aluminio, con un café achicoriado y un trozo de pan, los que ya habían pasado por cursos anteriores llevaban de su “peculio” mantequilla, fuagrás, etc., con lo que trataban el pan que nos daban y desayunaban relativamente bien. Los nuevos desconocedores nos encontrábamos “huérfanos” de substancias nutritivas con que acompañar este trozo de pan.

“Suerte que en mi caso, mi madre”, como cualquier madre previsora, me metió en la maleta dos latas de leche condensada que me paliaron los primeros encuentros de esos desayunos tan precarios. Con posterioridad, ya todos buscamos fórmulas de atemperarlos, “para mejor proveer”, bien mediante algunos paquetes que enviaban de nuestras casas, bien cuando salíamos a Úbeda, que lo hacíamos sin acompañamiento de inspectores o hermanos (en cambio, los alumnos salesianos si iban acompañados), comprábamos algo con lo que superar las carencias alimenticias que por entonces pasábamos.

Aunque yo, a veces, una vez a la semana, en el pre-desayuno (cuando todos en ropa deportiva ‑pantalón de deporte y camiseta‑ hacíamos gimnasia, recorriendo los campos del colegio hasta las inmediaciones de lo que llamábamos las vaquerías), estaba autorizado a ausentarme durante ese tiempo, para llevar los zapatos al zapatero que tenía su taller; quizás, porque la profesión de mi padre era la de zapatero artesano y los jesuitas intuían que yo algo sabría sobre roturas y reparaciones de calzados, para ser portavoz de los afectados, que me entregaban los suyos averiados; y así era, pues las más de las veces, al zapatero (hombre grueso, con pelliza gruesa de las de entonces, ojos saltones, ocultos casi siempre con unas gruesas gafas oscuras y voz aguardentosa) que venía al centro, yo le decía lo que entendía que tenía que hacerle a cada uno de los que le llevaba, con el nombre de su propietario y la reparación a realizar: a este un encadenado, a este otro unas tapas; y así, a cada uno de ellos; luego, cuando estaban reparados, los devolvía a sus dueños. La zapatería era un pequeño habitáculo, cerca de los talleres que tenían los de enseñanza profesional; allí también había una especie de economato y, algunas veces ‑no todas‑, el zapatero me invitaba a un bocadillo de chorizo; así que, ese día, desayunaba prácticamente fuera del comedor.

bellajarifa@hotmail.com

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