Por Salvador González González.
Siguiendo con el objetivo de los argonautas (relato del compañero Jesús Ferrer), búsqueda del vellocino de oro, se cree que bajo el mito hay algo de verdad, basado en la búsqueda de los “placeres auríferos” mediante una técnica algo rudimentaria y primitiva, consistente en utilizar pieles de cordero en el lecho de los ríos, ricos en pepitas de oro, que se depositaban en la misma y luego extraían, secando la piel al sol, antes de un nuevo uso. Con el mismo símil, muchos buscábamos el “oro que nos diera la Safa” y acudíamos en su búsqueda desde distintos lugares.
En mi caso, desde Coín (Málaga), con 10 años e ingreso y primero de bachiller hechos por libre, acudí a unas pruebas que los jesuitas en El Palo, colegio San Estanislao de Kostka en Málaga, aplicaron a todos los que teníamos la pretensión de formar parte del alumnado para hacer magisterio en la Safa de Úbeda. Pruebas a aquellos alumnos escasos de recursos, de familia humilde, y para que ellos los tomaran en consideración. Las pruebas eran todas a base de test diversos. Con 10 años era difícil precisar el alcance de las mismas, pero rememorando algo de entonces, hoy pienso que eran similares a muchos de esos test donde no se valoran el conocimiento que posee al que se le aplica, es decir, los saberes que tiene, sino de sus capacidades de diversas índoles (inteligencia, memoria…, es decir, aptitudes que se tienen en general). De los que fuimos de mi pueblo en aquella ocasión, sólo me dieron acceso a mí.
Así que con 10 años me incorpore a una tarea nueva, arriesgada y con dificultades, empezando con el viajar desde Coín hasta Úbeda. Recuerdo el primer viaje que lo hice acompañado de un paisano que estaba ya en curso superior, Antonio Lanza; gracias a él, este resultó tranquilo y seguro, pues su experiencia y saber hacer me daban garantías en el trayecto. Lamentablemente para él y por supuesto para mí, duró poco tiempo; cayó por Químicas, que daba don Diego (el profesor bajito y calvo del Opus Dei), por lo que tuvo que dejar el centro. Esa tutoría que desempeñó conmigo, admirablemente bien, me aleccionó sobre muchas cosas.
De entrada, la llegada al centro, en esa primera vez, fue en horario fuera de apertura, en días de feria en Úbeda. Nos obligó a pasar las horas nocturnas hasta la apertura de la Safa en vagones inutilizados de la estación del ferrocarril de las Lomas (creo que eran de FEVE = Ferrocarriles de Vía Estrecha). Cuando ya amaneció y previo de tomar con mi paisano-tutor Antonio café con churros, ingresamos en la Safa. Yo, en lo que se denominaba tercera división, habitaciones largas y camas seguidas unas a las otras, con una silla al lado, con cajón en el asiento, donde se depositaban los objetos personales de aseo, jabón, peine, cepillo y pasta de dientes y limpieza de calzado, cremas entre otros. Servicios y aseos comunales también, no así en la segunda y sobre todo en la primera división para los mayores, que poseían cuartos individuales, monacales ciertamente, pero con intimidad (que por supuesto disfruté cuando accedí a los últimos años de carrera en la primera), de lo que carecíamos en la tercera en todos los órdenes: estudio, duchas, ida a la iglesia, que íbamos en formación con los inspectores que nos acompañaban, en el comedor etc., etc.
Recuerdo que, en mi caso, se dio un extraño suceso. Había, en el segundo curso de la tercera división, un compañero llamado Cutiño (desconozco qué fue de él), al que ‑según decían‑ me parecía muchísimo, y ciertamente le daba un gran parecido, de manera que muchos, cuando me veían y yo desconocía, me decían a lo lejos: «¡Hola, Cutiño!». Luego, cuando se acercaban, comprobaban que no era el tal. Este compañero de curso superior tenía fama de ser muy extrovertido y expresivo. Tanto es así que en la visita que el General Franco hizo a Jaén en el año 1961, por eso también visitó la Safa de Úbeda, donde don Isaac (auténtico hombre del Renacimiento que, como tantos otros profesores del centro, sabía de todo) nos enseñó a desfilar y cantos de los de entonces (“A ti capitán san Fernando”, entre otros); y a Cutiño fue al que le encargaron de dar el discurso de bienvenida en nombre del centro (creo que apareció en portada, en el ABC de entonces).
Hay algunas consideraciones que quiero traer a la memoria colectiva de mis compañeros para su recuerdo. La primera, las ropas de los internos que teníamos todos un número identificativo ‑el mío era el 89‑, para evitar confusiones con ropas de otros compañeros de curso; y, sobre todo, para cuando iban a la lavandería que era en el propio centro, creo que organizada y dirigida por monjas, para que no se confundieran unas con otras. Esta lavandería, finalmente, se clausuró, de manera que ya en los últimos cursos la ropa tuvimos que negociarla con familias de Úbeda, mediante un acuerdo económico para que nos la lavara, planchara, etc., habida cuenta de que los internos ya no disponíamos de esa lavandería en el centro. Por cierto, a propósito de ese número, después de salir del centro, reiteradamente, siempre que ha encartado, he jugado a la lotería utilizando esta terminación para ver si la suerte me acompañaba, pero hasta el momento no ha sido así (alguna devuelta y poco más). Se conoce que ésta sólo me acompañó cuando utilicé dicho número identificativo en nuestro centro.