Por Pedro Pablo Vico Robles.
Durante muchos años, en mi labor docente, observaba cómo no todas las formas de relación con los niños, en forma de grupo clase, gran grupo o bien a nivel individual…, eran del todo acertadas. Saber que no eran acertadas se desprendía al ver el comportamiento de los niños, el comprobar cómo reaccionaban ante la forma de interactuar con ellos del maestro o profesor.
Lo que sí comprobaba era que existía una relación clara entre la forma de actuar, de expresarse por parte del docente y la acción de los niños (atención, aprendizaje, trabajo, expresión…).
Aunque intuía algo, no llegaba a ver claramente cuál debería ser la mejor o más acertada forma de comunicarse y de contactar en la relación docente‑discente.
Hace poco, en un rato de reflexión, me vino de pronto un concepto, una idea que ‑pienso‑ podría ser la solución a todo lo expresado anteriormente: se trata del término o concepto “comunicación”.
En efecto, pienso que existen formas de relación (dar órdenes a secas, poner distancias, hablar de usted a los niños…), en las que no se da lo que hemos denominado “comunicación”, porque la comunicación implica la interrelación, el feedback entre dos “yo”, entendiendo el yo como persona. Esto implica que cada uno de ellos contempla al otro en su dignidad de persona, igual para los dos. En cuanto uno de ellos se dirige al otro sin contemplar esa dignidad (viéndolo como mero sujeto…), no existe tal comunicación. Sin embargo, sí es compatible una relación entre personas, respetando recíprocamente la dignidad, pero desde “roles” distintos: el profesor actúa como adulto y maestro y se comunica con personas ‑niños, que son alumnos o educandos‑. Se da la comunicación, porque los roles son verdaderos y legítimos. Por eso, los alumnos ‑niños‑ lo ven natural y responden como personas en el rol de alumnos.
Cuando se produce la comunicación, la relación, la respuesta de los discentes, normalmente es buena, porque es natural.
Es cierto que los niños, púberes, adolescentes, como seres humanos, tienen una tendencia al desorden y que pasan por ciertas crisis al ir recorriendo etapas en su maduración; y esto, realmente, se puede poner en evidencia en la conducta de los alumnos; pero, cuando se sienten respetados en su dignidad de persona, es mucho más fácil corregirlos, haciendo ver su error, sin animadversión. Por otro lado, el grupo, al tomar conciencia de una desviación, actúa sobre el desviado con el consejo, el aviso, etc.
Con la comunicación se produce fácilmente el diálogo, fundamental para educar en valores, orientar, aconsejar, mostrar los límites de actuaciones y, también, para que los educandos puedan expresar deseos, dudas, preocupaciones, sugerencias, problemas… Porque la comunicación es vida, nace de las personas; personas en el mejor sentido de la palabra: se trata de su yo irrepetible, único, libre…
Cuando se realiza la comunicación, es mucho más fácil acatar las normas, porque pueden entenderlas. Además, no es incompatible con la verdadera autoridad, siempre que el que la ejerce, legítimamente, procure respetar ante todo la dignidad del que obedece, ordenando cosas racionales y de sentido común.
El maestro, aún teniendo este instrumento tan importante de la comunicación, ha de ser un buen profesional que domina todo lo relacionado con el aprendizaje. Esto es, por supuesto, condición sine qua non. Pero no podemos quedarnos sólo con esto que podría hacerlo un instructor. No; el maestro o profesor ha de ser preferentemente educador. Y educar es conducir al educando desde el equilibrio, la naturalidad, la seguridad, poseyendo valores, virtudes y siendo buen modelo ‑secundario‑ (los padres son los modelos referenciales), pero importante para los educandos.
El maestro ha de ser, como decía el pedagogo padre Manjón (fundador de las Escuelas del Ave María), una persona sana física y psicológicamente. También ha de ser sano en el plano espiritual, practicando valores como el perdón, la misericordia, la exigencia, la tolerancia, el amor…
El gran pedagogo de SAFA, don Juan Pasquau Guerrero, siempre miraba y respetaba “la persona” del alumno. Con la conversación y el razonamiento, conseguía el respeto y el despertar de la inteligencia de sus alumnos, aunque siempre reconociendo una sana disciplina para crear un marco adecuado para el aprendizaje y la educación, binomio que siempre contemplaba conjuntamente.
Pero, para que se lleve a cabo esta “comunicación”, el docente ha de saber estar habitualmente en unos márgenes de serenidad (no relajación), naturalidad, equilibrio…; es decir, ha de estar bien con él mismo e incluso alegre, positivo, porque esta excepcional profesión, que es la de maestro‑educador, requiere unas cualidades humanas especiales y concretas como lo reconocen al fin ciertos países, dada la responsabilidad y la importancia de su cometido…
Recuerdo, emocionado, aquellos pasados días en que conseguía hacer reír a carcajadas a los niños…; normalmente, coincidía con los que practicaban deporte… Desde su equilibrio y serenidad, el maestro ha de dirigir y coordinar todo el aprendizaje, apoyándose en sus alumnos, personas importantes y en los que ha recaído su dedicación. Además de ser una persona sana, el maestro ha de ser humilde. Este es el “secreto” de la buena relación y eficiencia con los educandos.
En efecto, aunque el profesor se sienta pleno de seguridad, de fuerza, etc., nunca ha de apoyarse en esa seguridad (“superioridad”) de forma impositiva; eso no es propio de la relación entre personas. Deberá disminuir su estado (tono) de tensión y simplemente comunicarse, indicando con naturalidad (y seguridad) lo que sea conveniente. La imposición, con órdenes, etc., no es pedagógica, pues crea un plano de tensión elevada y los niños, al ver que no les respetan su dignidad, reaccionan negativamente…
El maestro ha de ser una persona positiva que está en línea de mejora permanente, como persona y como profesional. De aquí la importancia de esta profesión y del modelo de profesor‑educador. Además de la preparación pedagógica y técnica, el maestro ha de poseer valores. De esto se trata: de transmitir valores o virtudes a los educandos. Él es modelo ‑secundario, pero importante‑ de los alumnos. Ellos observan y valoran sus reacciones, su palabra, todo: el equilibrio, la naturalidad, la serenidad, la sinceridad, humildad, el respeto, la alegría, el afecto, el humor, la cultura, el servicio, la vitalidad…; en fin, todas esas cualidades que ha de tener un buen maestro.
No es fácil ser buen maestro. Este ha de “comprometer su persona”, ser consecuente con su rol de educador… Sin valores, no se puede ser maestro. He aquí algo muy importante. Porque no se puede, en estas etapas, separar su rol de profesor con su persona. Van juntos. En estas etapas se enseña educando y se educa trabajando, coordinando, dirigiendo… La persona (y los valores que la componen) no puede despegarse del rol de maestro. Es preciso que se comprometa, se muestre y que esté siempre en el servicio que supone nuestra profesión o título de profesor.