Los argonautas, y 02

Por Jesús Ferrer Criado.

Todos los días, desde las frías llanuras del Marquesado, bajaban varios trenes de mineral que alternaban el uso de la línea con los trenes de pasajeros. Los trenes de mineral eran muy largos y pesados, por lo que solían llevar dos locomotoras, una delante y otra detrás.

Aunque, posteriormente, las cosas mejoraron, recuerdo perfectamente los viejos vagones metálicos, del mismo color sucio, llenos del fatídico mineral y en cuyo extremo, en alto, sobresalía una pequeña garita abierta donde viajaba un empleado con la única misión de girar la rueda del freno antes de cada parada y aflojarla a la salida. El frío, la soledad y el desvalimiento del pobre hombre es difícil de imaginar. Los he visto bajar en invierno, ateridos, como supervivientes del holocausto, cubiertos con pesadas pellizas para calentarse las manos unos minutos en la estufa de la estación.

Subir a las garitas, pasar por debajo de los vagones aparcados en vía muerta y jugar entre ellos al escondite, eran peligrosas actividades que nos costaron a los chavales del pueblo más de un palo paterno, expuestos como estábamos a los chivatazos de la gente de bien, a los que nosotros odiábamos cordialmente. Decíamos. «Ya me ha visto el Ezequiel. Ese se lo dice a mi padre».

Por la tarde, a las cinco o así, bajaba hacía Almería el correo que, mediante sucesivos trasbordos, traía al sur unas docenas de viajeros de toda España. También a algunos empleados de la Renfe que subían por la mañana hasta la estación Linares‑Baeza y, después de mal dormir allí, volvían al día siguiente. En cada trayecto, se tardaban casi doce horas.

En el correo de las cinco volvían de “Dios sabe dónde”, de “esos sitios que imaginábamos mucho mejores que el nuestro”, hombres y mujeres sucios por la carbonilla, mal vestidos los más de ellos, alguno con una maleta vieja, alguna mujer con un voluminoso hato de tela y cubierta la cabeza con un pañuelo a cuadros. Eran los pasajeros de tercera clase.

De los vagones de primera y segunda clase no solía bajarse nadie en mi pueblo. Esos se bajaban en la capital, y desde fuera, por la ventanilla, se podía ver a alguno leyendo el periódico.

Cada tarde, sin faltar una, el cartero del pueblo se acercaba al furgón del correo, se abría una gran puerta corredera y le echaban una saca de lona, ya sucia por el uso, que contenía la correspondencia. Durante el breve lapso de la parada, había un cierto ajetreo: algún abrazo de bienvenida, puede que el adiós del recién llegado a los que habían sido sus compañeros de viaje y las miradas curiosas de los ociosos que habían ido a ver el tren. Mientras, la máquina piafaba ruidosa, impaciente por llegar a Almería y descansar en su hangar.

En los dificilísimos años cuarenta, aquel tren era vehículo obligado para los estraperlistas que solían traer de los pueblos del interior aceite y pan. Tiraban la mercancía antes de llegar a la estación para que la recogiera un cómplice; pero, a veces, la Guardia Civil los pillaba. El decomiso y quizás una paliza eran ‑creo‑ el castigo general. Yo asistí a alguno de aquellos episodios.

El tren tenía un protagonismo evidente en la vida del pueblo; e incluso, cuando tener reloj no era todavía la norma general, servía de referencia horaria más o menos precisa.

Gracias al tren, se puede decir que en aquel tiempo y en ese pequeño pueblo pasaba algo. Era nuestra conexión con el mundo, nuestra superioridad respecto a otros pueblos.

Te ponías a pensar y decías: «Mañana este tren estará en Barcelona o en Madrid; si yo me fuera en él, conocería esas ciudades, sus maravillas, sus gentes. Debe ser fascinante».

Quizás los vecinos de Cabo Cañaveral piensen así cuando zarpan hacia el cielo los cohetes espaciales. Sería cuestión de preguntarles, aunque no es lo mismo, claro.

Lo otro era que, en los años cuarenta, casi no había coches privados. La otra opción para ir a la capital era un vetusto autocar, al que llamábamos “La Parrala”, que enlazaba Almería con el campamento. Todavía eran abundantes los burros, las mulas y los carros, especialmente como transporte de carga y, naturalmente, de muy corto recorrido. Por lo demás, algunos vecinos tenían bicicletas, los menos una moto y pronto llegó un curioso invento: el mosquito. Se trataba de un pequeño motor de gasolina que se le podía acoplar a una de aquellas pesadas bicicletas y mediante un rodillo, que giraba pegado a la rueda trasera, le transmitía movimiento, ayudando en las cuestas a los sufridos ciclistas cargados con sacos, con cajas de fruta o incluso con la propia mujer.

De todos mis recuerdos del tren, el más dramático, en aquellos años, era sobre los suicidios. «Tirarse al tren», decían. Los niños, siempre con la oreja puesta, podíamos oír a las mujeres en la plaza:

—¿Qué ocurre que hay tanta gente en el paso a nivel?

—Uno que se ha tirado al tren.

—Dios mío. La gente está loca. ¿Y quién ha sido?

—No se sabe. Está destrozado.

Una estación es un punto de interés muy importante en un pueblo pequeño y el jefe una autoridad reconocida que no se sentaba a jugar al dominó con cualquiera. Yo iba mucho por la estación y, cuando coincidía con la llegada de algún convoy, me ponía junto a la máquina, esperando ansioso que soltara una de esas espesas nubes de vapor que te envolvían completamente, privándote de la visión durante unos instantes, como si estuvieras en el país de las hadas, y deseando que, cuando se disipara el vapor, apareciera a lo lejos, sobre una colina, un castillo encantado.

jmferc43@gmail.com

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