Los argonautas, 01

Por Jesús Ferrer Criado.

Si he titulado así esta pequeña serie de artículos es porque el nombre se me ha venido espontáneamente a la cabeza mientras empezaba a escribirlos.

Efectivamente, para los niños, especialmente los más distantes, la larga travesía hasta la mítica SAFA de Úbeda tenía mucho de aventura, teniendo en cuenta que para muchos era la primera vez que subían a un tren o que salían de su pueblo.

Tanto los argonautas de Jasón como nosotros mismos, en aquellos días, salimos en busca de algo precioso, crear un nuevo futuro. Para el héroe griego, según la leyenda, era un reino y para nosotros algo mucho más modesto, más prosaico y más real.

En ambos casos, la consecución de nuestra meta suponía un trabajo arduo y constante en el que hubo conflictos, duras pruebas y numerosas bajas.

Dedico este relato a todos los que un día de octubre, de hace ya muchos años, partieron desde su pueblo hacia la lejana Úbeda con una mezcla de ilusión y miedo, porque era su primera vez.

Y aprovecho para invitar a todos aquellos niños, especialmente de Sevilla, Cádiz, Granada, Málaga…, hoy vejetes jubilados, a rememorar su propia experiencia de viaje, escribirla y mandarla a nuestra página para ilustración de los demás. Será una hermosa tarea leer esos recuerdos.

He repartido esta historia ‑ni ficción, ni leyenda‑ en tres partes:

1. LA ESTACIÓN DE PARTIDA.

2. LA DESPEDIDA.

3. EL VIAJE.

1. La estación de partida

El río Almería ‑o sea, el viejo Andarax rebautizado cuando, tras recibir a su afluente el río Nacimiento, se hace ancho y llano‑, separa en sus últimos kilómetros dos poblaciones: Huércal de Almería y Viator. Ambas, sin embargo, están unidas nominalmente en la pared de la estación de ferrocarril con un letrero azul sobre azulejos blancos que reza HUÉRCAL‑VIATOR. Esta estación se inauguró el 25 de junio de 1895.

Desde siempre, los de Huércal ‑por cuyo término pasa el tren‑ han presumido de ello, o sea, de tener estación; mientras que los de Viator alardeaban de poseer un campamento militar, el Álvarez de Sotomayor, ahora base de la OTAN.

Precisamente, una de las utilidades de la estación era servir de apeadero y embarque para los cientos de reclutas que iban y venían según el calendario de sus permisos, licencias o llamamientos.

Para los huercalenses, la estación era mucho más. Por su amplio andén, solían pasear las mocitas los domingos por la mañana, después de misa de diez; y, tras ellas ‑claro está‑ sus devotos admiradores. Unos y otras acechándose mutuamente risitas, desdenes y gestos.

El pretexto para ese inocente paseo era la parada de cinco minutos que efectuaba el tren correo que, minutos antes, había salido de Almería capital, dirección norte, y que pasaba a las doce y cuarto de cada día por nuestra estación. Algunos viajeros se asomaban por las ventanillas para ver el paisanaje y cruzaban sonrisas y miradas con los curiosos endomingados, que los observábamos pie a tierra con cierta envidia, imaginando para ellos una interesante singladura por paisajes y poblaciones exóticas y lejanas, tan desconocidas como idealizadas.

Podía ocurrir que, desde una ventanilla, un joven dijera un piropo o saludara con la mano a una mocita que le había hecho gracia, a lo que seguían bromitas y risas de sus compañeras. Ya tenían de qué hablar.

La función acababa bruscamente, con la partida del tren, que resoplaba pesadamente, alejándose, mientras lanzaba al aire su esplendoroso penacho de humo blanco. Inmediatamente, el jefe de estación se guardaba el silbato y se ponía bajo el brazo el banderín enrollado, una especie de cetro rojo con el que había señalado al maquinista que ya debía partir. Entonces, entraba a su despacho para telefonear al jefe de la estación siguiente ‑Benahadux‑ y decirle que el correo había salido sin novedad.

El jefe iba siempre con uniforme azul oscuro, con botones dorados, y se cubría con un gorro rojo parecido al de los gendarmes franceses. El jefe se portaba con cierta solemnidad, consciente de que era el protagonista de la función. El mocerío se retiraba entre risas hacia la calle Real o la carretera Nueva, haciendo hora hasta el almuerzo, y el andén se quedaba vacío y silencioso.

Muchos pueblos pequeños tienen tren, aunque la estación está tan lejos que apenas les influye. Pero, en Huércal, la estación está a cien metros de la iglesia y lindando con la calle Real, es decir, forma parte del pueblo.

Los niños solíamos aprovechar la explanada para echar partidillos de fútbol, dándole patadas a una lata que rebotaba ruidosamente sobre los adoquines grises. También era buen sitio para pasear en bicicleta. Se trataba de una explanada amplia, pensada para formar a la tropa cuando era necesario, o descargar material para el campamento.

Cuando la estación formaba parte de las prohibiciones paternas para los niños:

—¿Y tú qué hacías en la estación, esta tarde? Te he dicho mil veces que ni te acerques a la estación, ni al paso a nivel. Como me vuelvan a decir que te han visto por ahí, la vamos a tener buena.

Y, más de una vez, unos y otros la hemos tenido, más que buena, malísima.

La línea de ferrocarril, Almería – Linares, se tendió a finales del siglo XIX, principalmente para dar salida por el puerto de Almería al mineral de Linares y luego al de Alquife, en la comarca granadina del Marquesado de Zenete; y las vías terminaban dentro del mar, sobre una gran estructura metálica que aún se conserva (el llamado Cable Inglés), desde donde se vaciaba el mineral sobre los cargueros que atracaban abajo. El mineral de hierro (hematites rojo), que venía ya molido, era de un rojo apagado y sucio; y toda la vía, sus alrededores, el propio embarcadero y los barrios circundantes de Almería estaban teñidos con ese polvillo desagradable, porque los primeros vagones eran descubiertos.

El último tren de mineral, ya con final en otro cargadero más moderno y limpio, circuló el 17 de octubre de 1996; así que estuvieron circulando un siglo más o menos.

jmferc43@gmail.com

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