Vilanos, 02

Por Dionisio Rodríguez Mejías.

3.-No fueron las cuatro mil pesetas que me ofreció Berrocal por hacerme cargo del cursillo, ni mi afición al frío, que bastante pasé los años de internado. Cuando, en el bar de la Facultad, me preguntó adónde pensaba ir de vacaciones, irónicamente le contesté que dudaba entre el Caribe y Baden-Baden. ¡Vaya pregunta! Pero el comentario que hizo a continuación, me hizo dudar. Dijo muy serio que Nuria, en Navidad, era una fiesta. Cuando las chicas regresaban de las pistas, se daban un baño y empezaba la función: música a todo trapo, carreras por los pasillos, bullicio en las habitaciones, despelote… Lo bueno que tenían las niñas de papá es que se encaprichaban de cualquier cosa. No le tomé a mal que me mirara cuando dijo… «Cualquier cosa», y como la imaginación es la zona más erógena del organismo, allí mismo le dije que podía contar conmigo.

En la alta montaña, la calma y el silencio trasiegan recuerdos y añoranzas. Yo recordaba aquellas terribles mañanas de frío en el colegio, cuando el agua se helaba y reventaba las cañerías, los chorros de las fuentes se congelaban y las hojas de los árboles parecían de cristal. Nos untaban las manos con un algodón empapado en yodo, para curarnos los sabañones. A veces, entre las hojas secas, encontrábamos un ratoncillo muerto, dejado en un rincón por la ventisca.

Podría callármelo, pero yo soy así: no me comí ni un rosco, ni la pata de un grillo. El corazón de las Lolitas no está al alcance de cualquiera. Se logra tras una vida rica en experiencias y no exenta de fatídicos reveses. ¡A buenas horas! Cuando ya es tarde.

4.-Quería seguir mi vida de piedad. Entré en San Medir buscando un refugio de paz y encontré un conjunto de melenudos y “minifalderas”, armados con guitarras, y cantando el credo con música de Simon y Garfunkel.

Los golpes de la batuta, golpeando el trípode, me sacaban de quicio. De vez en cuando, repetían alguna estrofa entre risas y aplausos. Busqué un cura en la sacristía para confesarme y encontré a la Roser con la falda por la cintura y a Joan Tous ‑el de la “Toma de conciencia para jóvenes”‑ con los pantalones en el suelo.

Aquellos días recibí una carta del padre Ariza que aún conservo. Empezaba así:

Querido Alberto: ¿Recuerdas la pareja de jilgueros que anidó en la morera, antes de tu marcha? Ya salieron del nido los pajarillos. Alborotan en las copas de las azaleas y alegran los rastrojos. Son fruto del amor y de un hogar en paz. El amor y la paz justifican la vida. ¡Cómo envidio su libertad! Van donde quieren, como tú. La vida siempre es bella. Te lo dice un jesuita que aún se siente muy joven.

«¡Qué fáciles se ven las cosas a distancia! ─pensaba yo─». No se me ocurría nada que contestar. Sentía un hastío tan profundo, que podía llevarme a la depresión.

5.-En la Universidad, a veces, nos ponían un examen sin avisar. Miraba alrededor, en busca de algún espíritu que me inspirara, o me iba a la caza de alguna alumna que estuviera tan pez como yo. Aquel día hubo suerte. Acabé en “La oveja negra”, tomando vinos y jugueteando en un rincón con Montse Pellicer, un nuevo amor y un nuevo desengaño. La volví a ver, al día siguiente, en los jardinillos con un chico alto y bien plantado: Pedro. Le decía cosas al oído y ella reía sus gracias encantada. Nos cruzamos y ni me miró. Pensé en hablar con ella, pero el Colilla me quitó la idea de la cabeza. Cuando volvimos a vernos, Montse me miró con cara de pocos amigos y yo también debí mirarla de mala manera, porque estuvimos mucho tiempo sin dirigirnos la palabra.

En aquel tiempo, acostarse con una chica no era cosa fácil. En cualquier hotelucho, te pedían el libro de familia y pasabas una vergüenza que para qué contar. En las discotecas, apenas había luz. Entrabas como el que se mete en la boca de un lobo. Te cogías a los hombros del camarero y caminabas tras él, a tientas, hasta alcanzar tu localidad.

6.- «Voy a sacarte de la cabeza esos remilgos puritanos ─dijo el Colilla─».Quedamos en el pub a las ocho y media. Apareció con la Charo y la Vicky, colgadas ambas de cada brazo suyo. Charo llevaba una blusa ligera y una minifalda que tapaba lo justo. Vicky era trigueña, con ojos verdes, grandes y avispados. Dijo que eran modelos profesionales con un espléndido futuro por delante, subrayando con una carcajada el “por delante”.A las diez y media salimos a la calle. Hasta las cuatro estuvimos bailando en el Tropical. Las rumbas se le daban de maravilla. Luego fuimos al hotel Las Dunas, de dos estrellas. Dejó el 600 en la puerta y, con su habitual seguridad, saludó al portero. «Sin ceremonias, Manolo ─dijo el Colilla─, danos un par de habitaciones». Le puso mil pesetas en el bolsillo y añadió: «Aquí tienes el libro de familia, por si lo necesitas». «Muchas gracias, don Emilio. ¿Subo alguna cosa a las habitaciones?».

Vicky salió de la ducha desnuda, con la piel de seda y el pelo mojado cayéndole sobre el pecho. Me miró con sus preciosos ojos verdes y debió notar que yo era un neófito en el asunto, porque se comportó con extraordinaria delicadeza. Fue una lástima que acabara el primer tiempo sin que el balón entrara en la portería; pero, tras el descanso, conseguimos maquillar el resultado. Era la segunda vez. Me había ocurrido otra noche, en el tren, cuando regresaba de Francia, después de un verano trabajando en Grènoble. Menudo susto me llevé al día siguiente. Estaba convencido de que había pillado alguna cosa mala. Pasé rezando tres o cuatro días y la fuerza de mis oraciones obró el prodigio. Vivíamos trastornados por los miedos que nos metían los curas.

roan82@gmail.com

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