Vilanos, 03

Por Dionisio Rodríguez Mejías.

7.-A Montse se la llevaban los demonios viéndome con Vicky por la Facultad. En la Fiesta de Primavera no pudo aguantar más. Dejó plantado a Pedro y se vino conmigo. Aquella noche, Montse, mi amor de “La oveja negra”, se entregó en cuerpo y alma. Me dijo que sus padres eran dueños de una academia con más de quinientos alumnos y me propuso dar clases de bachillerato, por las tardes, alternándome con ella. Al poco tiempo, me saqué el carné, le compré el 600 al Colilla y me convertí en asiduo de Montse. Cuando llamaba Vicky, le ponía alguna excusa.

8.- ¡Quién iba decirme aquella tarde lo que me ocurriría meses después! Se llamaba Olga y llegó en un Mercedes, acompañada de un hombre misterioso. La patrona la recibió con un entusiasmo delirante. Dijo que era sobrina del doctor Santamaría. Es posible que nos equivocáramos, cuando nos preguntaba su edad, porque siempre se reía a carcajadas de nuestras respuestas, diciendo que era mayor; pero yo no hubiera creído, ni aunque me lo jurase, que tuviera más de veinte años. Aunque yo pocas veces acierto en eso de la edad. Algunas noches, venía a la habitación con un pijama breve como un suspiro, miraba papeles, libros, fotos… y se sentaba al lado de la cama con increíble ingenuidad, como una hermana. Una mañana la seguí, sin que me viera, hasta Calvo Sotelo: entró a la Oca, se soltó la melena, besó al señor del Mercedes que le correspondió muy ceremonioso, apuró la taza con rapidez, salieron de la cafetería, entraron al edificio y cogieron juntos el ascensor. No me hizo gracia lo que había visto. En el directorio del vestíbulo había una placa con el nombre del doctor Santamaría. Lo reconozco; empezaba a obsesionarme con ella.

De vez en cuando, recibía carta de mis compañeros: José Luis, el Califa,estaba en Comillas, a punto de cantar misa; Vargas estudiaba psicología en Madrid; y el padre Ariza seguía a lo suyo, que eran las obras de caridad. Decía en sus cartas que Loli Guzmán, el amor imposible del Colilla, había cambiado mucho.

9.-Algunos domingos, Montse me invitaba a comer. A su padre le gustaba hablar conmigo del futuro. La señora Pellicer me adoraba, yo le llevaba flores y era mi pareja para jugar a las cartas. Después, salíamos a un saloncito adonde Pellicer y yo tomábamos un coñac, nos fumábamos un buen puro y echábamos un rato de tertulia. Aquel día me contó que había comprado el solar contiguo a la academia. Me pidió discreción y me tendió la mano. Se la estreché con fuerza y me abrazó emocionado. El Colilla me preguntó si no me molestaba la gente que negociaba con la educación, que debería ser un derecho gratuito para todo el mundo. Le dije que se metiera en sus cosas, que no necesitaba sus consejos. Creo que me pasé de la raya y noté que mi respuesta no le había gustado. No debería haberle dicho aquello. El Colilla tenía sus cositas, pero era buena persona. Cuando llegué al colegio, con siete años y estaba asustado, me sentaron a su lado. El Colilla era alto y fuerte para su edad. Me miró con una pícara sonrisa, me guiñó un ojo y me dijo que no me preocupara. Yo me volví loco de alegría y se lo agradecí con una sonrisa.

Llamó Pepe Bautista por teléfono para decirme que Ariza estaba en tratamiento psiquiátrico. Había solicitado licencia para dejar la Compañía, pero le exigían tres años de reflexión. No podía más. Había decidido casarse… ¡Vaya noticia! Pero lo asombroso era que la novia de Ariza era Loli Guzmán, el amor imposible del Colilla.

Le estaba dando vueltas a todo aquello, cuando apareció Olga, muy arreglada, dispuesta a salir. Estaba guapísima. Me pidió que la acompañara. Había quedado con unas amigas en Charly Max. No pude negarme. Pedimos unos gin-tonics, sacó dos pastillas del bolso y se las tomó. Le pregunté qué hacía, y se echó a reír. Volvimos a la pista, luego a la barra y pedimos otros dos. De pronto me miró y se echó a llorar.

10.- Salimos fuera. Me dijo que había quedado con Santamaría, pero la había llamado disculpándose… ¡el muy cerdo! No era su tío, la invitaba a cenar, le hacía regalos y le había prometido dejar a su mujer, pero ella no se lo creía. Además tenía un hijo. Me volví loco de odio al escucharla. ¿Cómo se podía llegar tan bajo? Por nada del mundo haría yo una cosa así. Me consumía la angustia y me trastornaba su desenvoltura.

Al día siguiente, vino a buscarme a la Facultad. Fuimos caminando hasta La Cabaña junto a la Plaza de Cataluña. La gente salía de sus trabajos y las tiendas empezaban a cerrar. El local estaba lleno. Nos costó entrar. Bajamos la escalera y pudimos sentarnos. Encendió dos cigarrillos y me dio uno. Luego buscó unas pastillas y se las tomó con el gin-tonic. La miré sorprendido. Me dijo que todos las tomaban y se echó a reír. Aquella risa me volvía loco. Pidió otro gin-tonic, soltó una carcajada, todos se volvieron a mirarla y se abrazó a mí. Creía que todos me miraban con envidia.

No supe qué decir cuando me propuso cenar en Reno, al día siguiente. Me quería presentar a Santamaría, saber mi opinión, si yo creía que dejaría a su mujer. Los sábados tenían mesa reservada. Tuve que llamar a Montse, con una excusa, rogándole que me perdonara. Fuimos en taxi. La esquina de Tuset, Travesera de Gracia estaba llena de coches oficiales, en doble y triple fila, con los chóferes fumando en la acera, aguardando la salida de los políticos y empresarios que frecuentaban el establecimiento. Nos sentamos en un rincón, pedimos dos “margaritas” y vimos entrar a Santamaría. Olga se echó a reír y él volvió la cabeza. Se acercó a saludarnos y juntando las manos, como en un ruego, insistió en que le acompañáramos. Me admiró su elegancia y su exquisita corrección. Me preguntó a qué me dedicaba, si era novio de Olga y cuándo le regalaría un anillo de compromiso. Ella contestó que yo era un joven escritor a punto de publicar una novela. Entonces, se lo compraría. Eran los efectos de la “margarita”: la gente, cuando bebe, ya se sabe… El camarero servía el vino con muchas reverencias. «Si yo tuviera una novia como Olga, se lo hubiera comprado ya ─dijo Santamaría─». «¡Qué hijo de la gran puta! ─dije para mí─». Terminamos en Bocaccio, el templo de la “gauche divine”. Por allí pasaba toda la gente guapa de Barcelona. El ambiente era muy acogedor, moqueta granate, espejos ahumados, tapicería de dibujos dorados y unas lámparas Tiffany´s que daban una luz suave y agradable. Sonaba Good vibrations, de los Beach Boys. En el piso de arriba, a la derecha, Ana María Matute charlaba con Rosa Regás y un grupo de personas que no conocía. Santamaría saludo a Gil de Biedma, pero no lo presentó. Bajamos al piso inferior. Olga dijo que quería bailar. Sonaba Monday, monday. En un aparte, Santamaría me preguntó si seguía consumiendo hachís y tomando “optalidones”. No le contesté.

Volvimos en taxi. A esa hora no circulaban los tranvías. No había un alma por la calle. De regreso a la pensión, Olga insistía en que Santamaría era buena persona. Nos había invitado a cenar y pagó en Bocaccio. El sábado iban a Pamplona a un Congreso de médicos. Empezaba a sentir un odio negro hacia Santamaría. Traté de convencerla para que se alejara de él. Le dije que jamás dejaría a su mujer, que esa gente no renuncia a nada. Pero ella le seguía defendiendo. Ciego de rabia, le dije que no quería volver a verla nunca más.

El sábado por la noche fui con Montse a Planeta. Estuvimos bailando hasta las cuatro y luego bajamos en el coche al rompeolas. Saqué unas cintas, herencia del Colilla, con un título muy sugestivo: “Lentas”. Encendí un cigarrillo y, con cuidado, fui desabrochando su camisa mientras la acariciaba. Nunca sabré qué hubiera sucedido, si no nos hubiera sorprendido la policía, en plena acción, enfocándonos con una linterna.

roan82@gmail.com

Deja una respuesta