Por Dionisio Rodríguez Mejías.
4.- El fin de Promociones Vilanova.
La victoria del socialismo supuso el principio del fin de Ramón Vilanova. Todo eran quejas, protestas y lamentos.
—Hemos conseguido hacer de España una de las naciones más prósperas y modernas de Europa, para que ahora vengan cuatro mindundis de izquierdas, que hasta aquí han vivido de la sopa boba, y pretendan llevarse el gato al agua.
Roser y yo intentábamos calmarlo, diciéndole que las cosas ya no eran como antes, que la sociedad había cambiado y que, prueba de ello, eran las sobradas muestras de tolerancia que daban los españoles para superar sus diferencias ideológicas y abrirse al diálogo y a la concordia. Pero no había manera.
—Y lo peor de todo es que nos llamarán fascistas, estafadores, capitalistas de mierda… Pero yo no pienso tolerarlo, no señor. Ramón Vilanova es un hombre de orden y de principios. Si algunos prefieren pasarse al otro bando, que lo hagan; pero, conmigo, que no cuenten. Pienso seguir en mi puesto, firme y seguro, como siempre.
No cesaba de hablar mal de los sindicatos, de criticar a los partidos políticos y de quejarse de los impuestos. No vivía ni dormía. Pasaba las noches enteras en su despacho repasando las cuentas y arreglando los libros de contabilidad para el aciago día que apareciera el inspector de Hacienda. Era evidente que aquella situación no podía durar demasiado tiempo.
Fue a mediados de enero, una mañana de mucho frío. Entré a su despacho para comentarle la tarifa de precios de un bloque que íbamos a poner a la venta y hablar de los beneficios estimados de la promoción. Me pidió el proyecto, tomó el escalímetro, que siempre tenía encima de la mesa, y se puso a calcular la superficie de las plazas de aparcamiento y las zonas de circulación del parking.
—¿Has reparado, querido Alberto, que ajustando diez centímetros por plaza, podríamos ganar al menos, tres por planta? Anda, míralo y dime algo más tarde.
Lo noté excitado, tenía cuatro o cinco tazas de café sobre la mesa y no dejaba de fumar. Salí del despacho y, a los pocos minutos, me pareció que me llamaba. Volví a entrar y vi que trataba de levantarse apoyándose en la mesa, pero no lo conseguía. Me miró con los ojos muy abiertos, llevándose al pecho la mano derecha y me dijo.
—Alberto, me muero; llévame al hospital.
Le di un vaso de agua, pedí ayuda y entre tres lo llevamos hasta el ascensor. Lo apoyamos en la pared, dio dos pasos y, como si las piernas no pudieran soportar su peso, cayó al suelo en el rellano y ya no se volvió a levantar.
La muerte de Vilanova me impresionó de tal manera, que llegué a pensar que, en su ausencia, mi labor carecía de sentido. Si bien es verdad que, al principio, estaba orgulloso de mi trabajo, ahora echaba de menos mis sueños de juventud: los estudios, la lectura, los libros, el mundo de la cultura… esas cosas hermosas y sencillas que, aunque no aporten mucho dinero, vale la pena dedicarse a ellas porque nos transmiten paz y serenidad. Me había acomodado a la vida que llevaba, y hubo un momento en que mis ilusiones empezaron a decaer. Estaba solo, como si me faltara un motivo para trabajar con ilusión. Me parecía que, hasta entonces, mi vida había consistido en demostrar a Roser y a su familia, que yo era capaz de ganar tanto dinero como el que más; pero, una vez alcanzado el objetivo, me sentía libre de mi compromiso.
Estuve unos meses sin poderme centrar en el trabajo; no asistía a las visitas de obra y hasta le di poderes a Roser para que fuera ella quien firmara las operaciones de venta en la notaría. Me gustaba jugar con mi hijo, llevarlo al cine, comprarle algún capricho y contarle fantásticas historias sobre los rincones típicos de Barcelona. Yo había vivido una infancia tan falta de afecto, que no quería que el día de mañana el niño tuviera una vida emocional tan pobre como la mía.