“Bellezones”

Perfil

Por Mariano Valcárcel González.

Abrir un arcón y encontrar viejas fotografías. Abrir ese álbum olvidado y encontrar en sus páginas retazos de lo vivido. Observar esas cartulinas amarillentas, cuarteadas y deterioradas, en blanco y negro que ya no lo es, o con unos fantasmales colores que nos indican que nada perdura tal cual. Que todo es fugacidad y olvido, si no manda la memoria, que también se nos va olvidando en sí misma.

Las viejas fotos de antaño.

En facebook tengo conocidos que gustan de publicar fotografías de lo que una vez fue y existió, al igual que en esta página web safista se cuelgan las de tantas promociones habidas y pasadas por sus centros, en especial por el de Úbeda. Años, meses, días de vida de todos y cada uno de sus estudiantes, de sus internos y externos, del profesorado que allá recaló y de los curas o hermanos de la Compañía que por allí pasaron con más o menos brevedad, con mejor recuerdo o con rencoroso recuerdo de quienes los padecieron… También en otras páginas de internet y en boletines de anuncios y publicidad se pueden encontrar esos tesoros antropológicos que nos enseñan sus descarnaduras del tiempo y de los recuerdos.

Nos preguntamos cómo es posible, cómo fue posible esa existencia, esas existencias. Vemos los edificios deteriorados, ruinosas fachadas, tejados hundidos y paredes derribadas, calles y cuestas sin empedrar, comidas del matorral y del escombro. Vemos personas que no lo parecen, tal su pobreza y miseria, de caras cetrinas y sucias, ropas de única puesta, raídas, a veces gestos de inquietud o desconfianza, a veces de rabia contenida o de aparente alegría tras la botella de anís… ¡Ah, sí!, también podemos encontrar en esas mismas tomas una nota discordante: la cara de una jovencita que todavía muestra inocencia y lozanía (que tememos, al mirarla, que le ha de durar poco), o la del señorito o señoritos, que destacan por ir bien vestidos (cuellos almidonados y corbatas o camafeos), radiantes o severas miradas y la pose y el gesto de quienes se saben superiores, aunque hayan permitido, por una vez, estarse rodeados por la chusma. Sus zapatos, siempre brillantes.

Algún amigo cuelga fotografías de gentes y conocidos de su pueblo. Ahí están los que ya se fueron, o emigraron, o penosamente siguen en su existencia sin atreverse, en verdad, a asomarse a esos recuerdos, porque les duelen. Porque duelen las imágenes que nos traen a la memoria a quienes se les quebró la vida en una de las enormes sinrazones de nuestra España fratricida. Gentes que, cuando les hacían la foto, estaban alegres; fotos siempre como producto de las ferias, de las fiestas laicas o religiosas. De romerías. Cuando las mozas todavía eran mozas y nada más su presencia cercana despertaba los deseos de los machos, empeñados en mantener la cacería.

Hay fotos que nos dejan a los pies de la tristeza. Porque reconocemos no lo que en ellas hay sino lo que de ellas hemos perdido. Las fotos familiares puede que nos ayuden a reconstruir nuestra pequeña historia, volver a nuestros ancestros, a la genealogía de una saga perdida. A asombrarnos porque nuestros padres, sus hermanos y hermanas, los abuelos y bisabuelos fueron jóvenes y alegres, tuvieron tal vez otra vida desconocida por nosotros (esa foto que aparece y nos desconcierta). También nos dejan reírnos del topicazo, de la pose envarada o cursi a la que los fotógrafos obligaban; esos telones de fondo de jardines orientales o patios con arquerías moriscas; los matrimonios siempre convencionales, él sentado, ella de pie, con la mano en su hombro, sumisa (lo fuese luego en realidad o no), al revés las menos. Algunas veces eran las únicas fotos que se haría el matrimonio a lo largo de su vida, porque eran las de boda. Hubo una moda en el diecinueve que consistía en fotografiar a los muertos, como en un último recuerdo, para que, tal vez, perdurasen en la memoria física y no volátil de sus parientes; más tétrico aún cuando esas fotos lo eran de los niños fallecidos, a los que se vestía de domingo, con todas sus galas y a los que un padre (suponemos que destrozado) sostenía en brazos bien expuesto el pequeño difunto al fogonazo del magnesio. Yo he visto muestras de esas tomas y son espeluznantes y tristísimas. Los posteriores gobiernos las prohibieron, con buen criterio.

Curiosamente nadie se retraía al influjo y al deseo de ser fotografiado, al menos en alguna ocasión, como digo, generalmente festera. Hay personas que aman al objetivo de la cámara, se entienden con ella, se ven ya antes de ser captadas y adoptan la oportuna pose, el gesto preciso, el perfil “bueno”… Yo, como fotógrafo de prensa que he ejercido, me las he encontrado y ha sido muy fácil mi trabajo con ellas. Mi nieta, por cierto, tiene esa facilidad. También hay quienes parecen odiar la cámara, no sé si porque se odian a sí mismas, por cierta baja estima, por falsa coquetería o modestia. Y, curiosamente, a veces quienes viven del público o del mismo trabajo de la fotografía son quienes menos quieren ser fotografiados. Particularmente, me parece un desaire y hasta cierta poca educación cuando estas personas te niegan la posibilidad de captarlos (cuando es por obligación de tu oficio el que debas hacerlo); no hablo de los pegajosos y entrometidos paparazzi, que esa es otra faceta del oficio, que llega a ser odiosa.

Y tengo otro conocido que de vez en cuando coloca en internet alguna foto de bellezas a las que da gusto contemplar (y, ¡ojalá!, poder retratar)… Estrellas de cine de las consagradas antaño, ¡ah, esa Ava Gardner!, jovencitas contemporáneas de una vitalidad exultante… Bellezones.

marianovalcarcel51@gmail.com

Autor: Mariano Valcárcel González

Decir que entré en SAFA Úbeda a los 4 años y salí a los 19 ya es bastante. Que terminé Magisterio en el 70 me identifica con una promoción concreta, así como que pasé también por FP - delineación. Y luego de cabeza al trabajo del que me jubilé en el 2011. Maestro de escuela, sí.

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