Los nombres de las cosas

Por Jesús Ferrer Criado.

Volvíamos esta Semana Santa desde Valladolid a Segovia y pasamos por un pueblo llamado Escarabajosa de Cabezas. El nombre se las trae. Me imagino a un pobre crío:

—Papá, ¿por qué nuestro pueblo se llama así? ¿Es que nosotros somos escarabajos?

—No, hijo mío. Los nombres de los pueblos son muy antiguos y, a lo mejor, hace muchos años, aquí había muchos escarabajos y le pusieron ese nombre y así se ha quedado.

—Pues a mí no me gusta. Aquí lo que hay ahora son árboles, trigo, frutas… ¿Por qué no le ponen Arboleda, o Pineda o Casar de Cabezas, por ejemplo?

Hay en España pueblos innombrables, topónimos rarísimos, algunos francamente ridículos y otros, derivados del árabe, completamente enigmáticos, aunque en origen tuvieran su significación.

Pasa en todos sitios. En Cuba, por ejemplo, hay un pueblo llamado Retrete. Y, oye, si tú has nacido en Retrete, lo siguiente que te diga el gracioso de turno no te va a gustar.

El actual Val de Rubio, población muy cercana a Granada, se llamó ‑hasta 1943‑ Asquerosa; así como suena. Ése se cambió, pero quedan muchos otros.

Y con las personas, peor. O sea que los nombres son un problema. Hay familias donde el nombre del bisabuelo se viene reencarnando en los primogénitos sucesivos, dando lugar a confusiones pintorescas:

—¿Con qué Guillermo quiere usted hablar, con el padre, con el hijo o con el abuelo?

—¡Con el espíritu santo!

—Pues con Guillermo Fernández Carrillo, un metro setenta, gordito, rubio, de unos cuarenta años, con una camisa a rayas, que le pega fuerte a los gin‑tonics y es del Atlético.

Esto se evita poniendo nombres disparatados y que sean únicos en el pueblo o incluso en la comarca. Yo conozco a un médico que se llama Ecce Homo. Como es obvio, nadie pregunta qué Dr. Ecce Homo; como nadie pregunta qué Rey Alfonso XIII o qué Maradona.

El inconveniente de los nombres estrambóticos salta a la vista. Si le pones Celedonia a una niña, luego no te extrañes que se te quede soltera y no te lo perdone en la vida. Hoy, ponerle a una niña Urraca, por muy aristocrático que fuera en el medievo, es una atrocidad que merecería diez años en galeras.

Ya sé que la solución (?) está en los diminutivos, en los hipocorísticos (me encanta esa palabra) siempre y cuando no te importe que sea irreconocible. ¿Qué tipo de nombre es Chipi, Cuco, Macu, Titi, Chicho? ¿Cuándo es su día?

Los animalitos, sin comerlo ni beberlo, están a nuestra merced y tienen que apechugar con lo que les quieran llamar. Por muy feo que sea un pájaro ‑y en este caso no lo es en absoluto‑ ¿hay derecho a llamarlo arrendajo? Y, a un diminuto polluelo de gorrión, ¿no es un crimen decirle gurripato?

La jota y la erre, esas letras duras de nuestro idioma, tienen muchas posibilidades de formar parte de nombres que parecen insultos. No es casualidad que sean tan frecuentes en los despectivos: tipejo, tintorro, villorrio, bodorrio, calorro, sombrajo, colgajo…

Y en otros que, sin serlo, sugieren algo vulgar, grosero o de nivel muy inferior: cacharro, bujarrón, garrapata, badajo, gargajo, butifarra, zamarra, arrumaco…

La fonética es importante. Recuerdo de niño:

—Oye, ¿cómo se dice en alemán el “Metro”?

—Suban, empujen, estrujen, bajen.

Eso nos daba idea, una falsa idea, de la fonética alemana y de lo brutotes que eran para hablar.

Luego están las realidades incómodas, que también tienen nombre, nos guste o no. En todo el campo semántico del sexo, de la anatomía y de la fisiología humana abundan las parejas de palabras, una vulgar ‑o directamente grosera‑ y otra más rebuscada, normalmente alejada del uso común o bien por ser científica ‑o sea, muy minoritaria‑, o bien por su carácter metafórico más o menos evasivo. El dominio y sabio empleo de estos nombres determina que nos consideren personas cultas y leídas o paletos impresentables, con las debidas consecuencias en cada caso.

—Pues, mire doctor, que me duele el mondongo.

(Aunque tengas las cejas correctamente separadas en dos secciones, te hayas dejado la boina en la cuadra e incluso te hayas rasurado escrupulosamente, la palabra mondongo es mortal de necesidad y estás perdido).

—¿Cómo? Ah, el intestino. (Menuda bestia).

Nuestro riquísimo vocabulario vulgar referente al sexo, su ejercicio y sus elementos, contrasta con la exigua nomenclatura científica del caso, pero no es propósito de esta ligera digresión abundar en un tema tan de dominio público.

Actualmente, si se prohibieran los eufemismos, no podríamos hablar. Los eufemismos son palabras de recambio para sustituir el verdadero nombre de las cosas u otros eufemismos que el uso ha desnudado de su función encubridora y ya son tan claros como la palabra a la que sustituyeron. Por ejemplo, el eufemismo de penúltima generación para sustituir a “retrete” es “baño” (incluso la palabra “inodoro” ya suena mal); pero no olvidemos que retrete era ya un eufemismo. Esa palabra, en su origen, significaba lugar de retiro, lugar privado, gabinete. Con la misma fonética existe ahora en francés “retraite”, significando “retiro laboral”, “jubilación”.

Lógicamente, los llamados “tacos” o palabrotas malsonantes, exclamaciones de uso continuo en el habla coloquial, tienen su propio sustituto suavizado, más digerible pero absurdo. Términos y exclamaciones, como córcholis, miércole, demontre, jopé… y expresiones como «me cachis en diez» o «tomar por saco», pertenecen a este género del «quiero y no puedo, pero se me entiende».

Nos encantan los eufemismos. Quedan muy chic y nos permiten hablar de todo sin mancharnos. Los nazis alemanes querían cargarse a todos los judíos de Europa, y casi lo consiguen; y, a esa inmensa canallada, la llamaron «solución final». Como si se tratara de terminar un sudoku.

Actualmente, gente de la misma calaña cometen atrocidades repugnantes y lo llaman «guerra santa». Otro eufemismo.

Sin llegar a estos escalofriantes extremos, veo cada día cómo se llaman rivales deportivos muchachos que, si el árbitro no lo impidiera, se matarían por ganar el partido. Y, ya que hablamos de partidos, me preocupa el fondo y la forma en que se expresan algunos de nuestros líderes políticos ‑entre sí y nominalmente rivales‑, que chorrean odio y palabras cainitas, dándole al pueblo un ejemplo vergonzoso de pésima relación personal y nulo respeto institucional.

Y, en este sentido, tengo que referirme especialmente a don Pedro Sánchez, joven promesa socialista, que me ha decepcionado completamente. Querer ganarse el voto de la morralla vociferante y revanchista, disputándosela a la ultraizquierda, no lo justifica todo. Y, si es epígono del señor Zapatero, debería mirarse en el espejo y consultar la hemeroteca antes de hablarle al presidente Rajoy como él como lo hace.

Llamarse «rivales políticos», cuando se tratan como enemigos encarnizados, es un cruel eufemismo. Como lo era la llamada «solución final».

jmferc43@gmail.com

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