“Barcos de papel” – Capítulo 22 b

Por Dionisio Rodríguez Mejías.

2.- Alberto, ¿tú me quieres?

Aprendimos a calmar la pasión con los placeres naturales que hasta entonces nos habían prohibido. Le ayudé a quitarse el sujetador y después las braguitas, con mucho cuidado y emoción, como si tuviera miedo de que un error mío pudiera romper el encanto de aquel momento maravilloso. Me quedé un instante extasiado, contemplando su desnudez y su hermosura; pero, como suele suceder cuando no se cuenta con la experiencia necesaria, aquel encuentro también estuvo lleno de errores y torpezas, sobre todo al principio.

Estaba tan excitado que, al sentir la caricia de su mano, me sucedió lo que al niño, que intentaba entregar el vaso de agua a la visita, no fue capaz de aguantar un poco más, y el agua se le derramó antes de hacer la entrega. ¡Eso me ocurrió a mí! Nos habían inculcado tanto miedo y tanta represión, que era imposible controlar la tensión acumulada. Me sentí avergonzado, confuso, abatido, sin saber qué hacer ni qué decir. No acertaba a reaccionar y no quería ni pensar en la opinión que Roser se formaría de mí. Pero ya se sabe que, en materia tan delicada, querer y poder son cosas muy diferentes; y las cosas no salen como a uno le gustaría, sino como Dios quiere. Al ver mi contrariedad, Roser me besó con cariño infinito y me dijo que no era culpa mía.

—No te preocupes, bésame.

Sus palabras tuvieron un efecto estimulante. A partir de entonces todo fue como la seda: me acostumbré a verla desnuda, a sentir su resuello junto a mi boca, a besar cada rincón de su cuerpo y a sentir sus caricias a la escasa luz de la ventana. No hablábamos apenas, me conformaba con gozar de las delicadas emociones que sentía al estar junto a ella. Fundir mi cuerpo con el suyo era maravilloso. Amar no solo es acostarse con la persona amada, para cumplir fielmente un ritual, sino sentir el placer de estar a su lado durante mucho tiempo.

Nos habían dicho que las mujeres no eran nada sin nosotros; que nos necesitaban. Cuántas veces intentaron convencernos de que éramos más fuertes, más listos… Todo era mentira. Cómo presumíamos ante ellas de cualquier triunfo, por pequeño que fuera. Pero el tiempo nos enseña que, si somos capaces de trabajar de sol a sol, de sacar adelante a una familia, y de sacrificarnos hasta lo incomprensible, es gracias a su apoyo, a su generosidad, a su ejemplo de vida, a la confianza que nos transmiten y a esas secretas lecciones de humildad en las que aparentan ser menos que nosotros, para que nosotros creamos que somos más que ellas. No es fácil comprenderlo; es cuestión de tiempo y madurez. Siempre me han gustado las mujeres; pero, a medida que voy cumpliendo años, aumenta mi fervor y adoración por ellas.

Fue una mañana tan hermosa que no encontrábamos el momento de levantarnos de la cama. Al final, Roser, mirándome a los ojos, me preguntó.

—Alberto, ¿tú me quieres?

La miré extrañado por la pregunta y, antes que respondiera, prosiguió.

—Tienes que comprenderme: he pasado mucho tiempo aislada y es espantoso vivir en soledad. Hubo momentos en que me acostumbré hasta no darme cuenta de mi desgracia; pero, ahora que me he liberado, empiezo a vivir. La soledad es como carecer de una parte del cuerpo. Júrame que nunca me dejarás; tú me has hecho volver a vivir.

—Por favor, no digas esas cosas. ¿No te fías de mí? ¿Qué tipo de persona crees que soy?

—Piénsalo. Tienes que estar seguro de lo que haces. No podría resistir otro fracaso. Que lo sepas: me moriría de dolor.

La besaba para tranquilizarla, jugueteaba con el pelo que le caía por la espalda y notaba que mi deseo no se apagaba. Estuvimos en la cama hasta después de las dos; luego nos vestimos, recogimos los libros y nos marchamos. Cuando subimos al coche, me pareció que estaba un poco seria, como si le estuviera dando vueltas al asunto, y se arrepintiera de lo que había pasado.

—¿Te encuentras mal?

—No. Estoy bien, pero tengo miedo.

Me pareció adivinar, en sus palabras, un velado asomo de inquietud.

roan82@gmail.com

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