Presentado por Manuel Almagro Chinchilla.
Es el título de la tercera obra teatral de Ramón Molina Navarrete, recogida en este libro que venimos publicando de Quesada Consuegra. En el relato, nuestro articulista no regatea alabanzas para el autor de la escenificación y nos sitúa en el ambiente enfebrecido que reinaba en el teatro de la Safa el día del estreno. Artículos relativos a otras dos obras de Molina Navarrete, entre varias de las que tiene publicadas, también han sido recogidos y publicados en esta serie: Maranatha y Una llama que no cesa, igualmente estrenadas en el escenario de la Safa y con idéntica apoteósica acogida.
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Amablemente invitado por Ramón Molina Navarrete a la presentación de Natividad, obra de teatro con la que una vez más nos ha sorprendido, escrita para lucirse de nuevo como excepcional dramaturgo de temas principalmente sacros, puedo decir, para conocimiento de las gentes, que la obra ha constituido un gran éxito, como lo justifica la crítica experta y los incesantes aplausos de cada escena y, a veces interrumpiéndola, del selecto público que llenaba la espaciosa sala de la Escuela Safa.
Con ocho actos que nos han hecho llorar; más de cuarenta actores aficionados, voluntarios a las cosas bellas, por amistad, paisanaje y entrega absoluta de que son capaces los hombres y las mujeres de este pueblo mío, que no acaba de maravillarme en aspectos culturales, me están haciendo entrar en razón en cuanto al entusiasmo que por el arte de Talía pone también el público, en Úbeda.
La obra, que es un dechado de perfección escénica, de dirección, de interpretación y demás aspectos del teatro, como la música, luminotecnia, decorados y el excelente vestuario diseñado con gusto, según la época de Jesús, que en la obra comienza y termina con los postreros instantes de Jesús descendido de la cruz, entraña un estado hipnótico de subconsciente al mismo tiempo real y evidente, al que nos hace entrar el autor llevándonos en volandas por las emociones más íntimas, soterradas en el alma, ahora a punto de manifestarse “fuera” a través de las principales escenas del advenimiento del Hijo de María, dejándonos tal regusto, absorbiéndonos de tal manera que, sin haberlo tenido en cuenta, Ramón, su autor y nuestro “encantador de encantos”, nos transmite al estado nimbado en agradable sopor.
No voy a destacar a ningún actor en concreto ni actriz, porque todos estuvieron a la altura profesional. Pero, si ustedes me “obligasen sin más remedio” a elegir a uno, lo haría por Baltasar Cobo García, quien interpreta al ciego Jonás con la misma maestría, o más, que una vez vi en Conrado San Martín, allá por los años cincuenta, en el Gran Teatro de Córdoba.
Y pienso que, como yo, afortunado primer espectador de Natividad, nadie de los elegidos teníamos deseos de que se corriese el telón por última vez, pues ‑según Ramón‑ en el programa de presentación de la obra, Natividad era necesaria. Y siguiendo sus frases, no, no son negativos sus sentimientos, sino positivos, llenos de felicidad; la misma a la que “nos complica”, sabiendo desplazarnos también a nosotros con este teatro suyo último por ahora. Una, dos y hasta tres veces hubo de alzarse el telón para que los actores recibieran los entusiastas aplausos de calor, de sorpresa y de admiración. Luego, a instancias de Ramón, don Santiago García Aracil, desde el estrado, obispo y amigo, con su proverbial forma de decir las cosas que le tocan el alma, personal y sencillo, puso el epílogo final hablando muy favorablemente de la obra y de su autor. Más aplausos, más muestras de sentimiento y la ilusión por mi parte de volver a ver Natividad, esta vez con mi esposa, para que llore como yo.
(14-12-1998)