Por Jesús Ferrer Criado.
Uno de los más preclaros frutos de la inteligencia humana es, sin duda, el pesimismo. El pesimista no nace. Lo es después de un arduo tiempo de estudio y atenta observación de la realidad ambiente. Un ejemplo lo sería aquel lúcido soldado italiano que, en plena guerra fría, razonaba con su camarada:
—Salvatore, creo que en caso de guerra deberíamos aliarnos con Rusia.
—¿Y eso por qué?
—Pues porque los americanos tratan mucho mejor a los prisioneros.
Los verdaderos pesimistas acceden a sus conclusiones antes de alcanzar la madurez y eso les permite aprovechar la pujanza de su cerebro, todavía joven, para publicar libros y cargarse toda manifestación de alegría que se produzca a su alrededor. Sin embargo, la mayoría tenemos que soportar una larga sucesión de nocheviejas hasta alcanzar la sabiduría y el anejo prestigio de ser viejos cascarrabias.
Cuando te haces viejo hasta el más tonto tiene fácil ser pesimista, pero ya no tiene mérito. Incluso existe una evidente conspiración para amargarnos la vida y enrabietarnos más.
Hoy día, los mayores sufrimos los ataques inmisericordes de la comunidad que nos acosa en todos los frentes, endureciendo los tapones de las botellas de agua que te haces polvo para abrirlas, empinando aún más las cuestas para dejarte sin aliento, empequeñeciendo la letra de las etiquetas y haciendo que el suelo esté más abajo de forma que casi es imposible recoger nada de él.
Hoy día, que han puesto las lejanías más lejos hasta hacerlas borrosas; hoy, que en el afán de mantener sus intrigas en secreto, la gente habla en voz tan baja que casi no las oímos; hoy, que en el intento de acabar con nuestra tranquilidad, hay más coches que nunca, nuestra casa está más lejos de todas partes y los inviernos los han hecho más fríos.
Hoy, que justo frente a tu portal han puesto un “carril bici” para que salgas a la calle con más miedo. Hoy, que hablar por teléfono se ha convertido en un juego de espías con claves y contraseñas secretas, arcanos inaccesibles a nuestras cansadas meninges.
Hoy que las tazas de café se han unido al complot y tiemblan hasta derramarse cuando las cogemos.
Hoy, que organizamos nuestras mejores tertulias en los velatorios de nuestras ex novias o de los pringados que cargaron con ellas. (Que Dios los perdone a todos).
Hoy, que la mitad de nuestro círculo de amigos (?) son médicos que cobran por prohibirnos cosas y encima tenemos que agradecérselo y hacerles la pelota.
Hoy, que ni siquiera estamos tan seguros de que las novenas a la Virgen nos garanticen el cielo ‑estoy seguro de nos faltará alguna póliza‑.Hoy, digo, me entero por casualidad de lo que es el perigallo.
El perigallo es la muerte definitiva del optimismo. Como en las puertas del infierno, en el perigallo debería tatuarse: Lasciate ogni speranza. La esperanza del amor correspondido, la de la autoestima, la del éxito social. Donde hay perigallos no vuelve a nacer la hierba.
Y ¿cómo hemos llegado a esto? ¿Qué hicimos mal, qué vicios nefandos, qué plaga, que maldición ha producido esta lacra que nos angustia y nos impide el menor atisbo de felicidad?
¿Fue acaso la sucia costumbre de mordernos las uñas y meternos el dedo en la nariz; quizás la de chapotear descalzos en los charcos de la calle; la de descalabrarnos mutuamente en las pedreas con los del otro pueblo; la de jugar las niñas a los médicos y darle el biberón a muñecas de trapo; la de desollarnos las rodillas con estropajo y jabón Lagarto antes de la misa del domingo; la de soportar el picor de los sabañones o la de comer pan del día anterior?
¿Cómo saber la causa real de ese estropicio?
Después de setenta años de vida, cada uno de esos episodios es sospechoso. ¡Ha habido tantas frustraciones y tantos desengaños, cada uno con su cicatriz a cuestas! ¿Dejan huella los deseos no cumplidos, las ilusiones fracasadas, los dolores de barriga, dormir tres en una cama, los sábados sin nadie, las borracheras de garrafón, los chistes de Franco, la ropa remendada?
¿Es el perigallo producto de los tortazos recibidos porque sí, de los palmetazos del maestro y de los pellizcos de las monjas?
Todo son sospechas pero nada es concluyente. Sin embargo, el perigallo existe y aumenta cada día. Insensible a nuestro sufrimiento, el perigallo prospera a nuestra costa y, utilizándonos como materia prima, es cada vez más palpable y ostentoso.
Los intentos por librarse de esa tara infame no han dado resultado. Algunas infelices, incapaces de soportarlo por más tiempo, lo disfrazan o lo ocultan; pero ese disfraz es la acusación infalible de que debajo balancea su asquerosa flacidez un perigallo.
El perigallo nos emparienta con la iguana y otros reptiles; pero mientras en ellos es constitución natural e incluso añade prestancia al ademán, en nosotros es bochornoso signo de decrepitud, bandera flameante de nuestra caducidad, pingajo execrable que profetiza un problemático futuro. Que profetiza, quizás, un no lejano protagonismo en la tertulia del tanatorio.
Perigallo: Pellejo que pende de la barba o de la garganta por la mucha vejez o suma flacura.