Por Dionisio Rodríguez Mejías.
5.- Alborotos en la calle.
Aunque estaban echadas las cortinas, de pronto se vieron centellear las luces giratorias de los jeeps de antidisturbios. Parecían relámpagos. Aullaron las sirenas y el rumor de las conversaciones bajó de forma considerable. La esposa de Santamaría se levantó y pidió permiso para hacer una llamada telefónica.
—Disculpadme. Estaré más tranquila sabiendo que ha llegado.
Olga se ofreció a acompañarla, ella aceptó de mala gana y yo me quedé a solas con Santamaría, que me pidió que me sentara junto a él. No sé por qué sentí un recelo incontenible. De algún sitio llegó el sonido de unas detonaciones y se hizo un silencio casi absoluto. Pensé que iba a censurarme por mi comportamiento en la mesa y, en ese momento, me acordé de Roser. Mientras yo andaba entre aquella gente que no paraba de humillarme, ella estaría sola, sin comprender por qué no me había presentado a la cita. ¿Qué habría hecho? Posiblemente esperó un buen rato, luego llamaría a la pensión y, harta de esperar, se marcharía a casa, en donde posiblemente tuvo que soportar las inevitables y molestas preguntas de sus padres: «¿Cómo vuelves tan pronto? ¿Os habéis enfadado?». Se habría encerrado en su habitación para no tener que contarle a nadie la faena que le acababa de hacer. Sentí vergüenza por haberle dado mi palabra y haberme dejado manejar como un pelele. Vaya opinión que tendría de mí.
—Se trata de mi hijo —dijo en voz baja Santamaría—. Conchi se quedará más tranquila cuando sepa que está en casa. Las cosas de las madres. Hay mucha gente interesada en desorientar a la juventud. ¿No crees?
—Yo no entiendo de política.
—Eso está bien; así te evitarás muchos problemas. Oye, Alberto, llevo algún tiempo dándole vueltas al asunto. Tú eres muy amigo de Olga, ¿verdad?
—Vivimos en la misma pensión.
—Lo digo porque me gustaría que la ayudaras. Déjame decirte una cosa: Olga tendría un magnífico porvenir si fuera capaz de pulir ciertos detalles.
—Perdone, no sé a qué se refiere.
—Quiero decir que, si se esforzara en mejorar sus formas, hablar en voz baja, reír de forma más discreta ‑ya sabes‑, podría llegar muy lejos.
—Yo no veo mal que sea como es; a mí no me gustan las falsas apariencias. Cada uno es como es y hace las cosas como puede.
—Esa es la opinión del amigo, pero yo me refiero a sus posibilidades de mejora. Me gustaría que aprendiera a alternar en sociedad, que fuera capaz de dominar sus sentimientos. Enfadarse un poco no está mal, pero sin lágrimas ni depresiones. No debería parecer tan vulnerable ni reír de esa forma. Le gusta que la mire todo el mundo y eso es un error: a la mujer fácil, nadie la valora.
—Yo no creo que Olga sea una de esas.
En aquel momento, llegó la esposa de Santamaría y Olga detrás de ella.
—¿De qué habláis con tanto sigilo? —preguntó Olga, riendo en voz alta—.
—Hablábamos de lo guapas que estáis las dos —respondió el doctor—.
Nos retiraron los platos y llegó el maître con el carrito de los postres.
—Por favor —dijo Santamaría juntando las palmas de las manos—, vamos escasos de tiempo; cuando terminen las señoras, traiga la nota y los cafés.
—Descuide doctor.
Abonó la cuenta en efectivo, su esposa se secó los labios con elegancia exquisita, y dejó la servilleta sobre la mesa. Inmediatamente se levantó Santamaría y completó la lección de buenos modales retirándole la silla.
Hacía unos minutos que había cesado el impresionante aullido de las sirenas. Entró a la sala un policía de uniforme, se acercó a la mesa que había junto a la nuestra, se cuadró, cuchicheó algo al oído de uno de los comensales y, dando un taconazo, se marchó. Cuando salimos a la calle, todavía estaba allí. Por cierto: hubiera jurado que el joven con el que hablaba en la acera era Reyzábal, aunque no podía estar seguro, porque llevaba traje oscuro y gafas de sol, a pesar de la hora.