Por Dionisio Rodríguez Mejías.
Allí estaba la flor y nata de la sociedad barcelonesa. Sirvieron foie de Landes, canapés de salmón marinado, una degustación de caviar iraní y almejas vivas. Aquel no era mi sitio. Me costaba trabajo disimular mis nervios y mi inseguridad; bebí un sorbo de champán, pero con las almejas no me atreví. Nunca había visto cubiertos tan sofisticados como aquellos.
—Alberto, dice Olga que eres un magnífico estudiante, un superdotado.
—No lo crea, doctor. Soy del montón —respondí rehuyendo la conversación—.
—Pues a mí me pareces muy intuitivo, con ese encanto de la gente sana y espontánea. Hoy todo el mundo presume de sencillez y honestidad, pero vivimos en una sociedad contaminada. ¿No te parece?
—No sé qué decirle; yo estoy terminando primero de Derecho.
—No puedes imaginarte cómo admiro a las clases populares. Quiero decir, que me encanta la gente natural como tú, por ejemplo. Por mucho que lo intentara, yo nunca conseguiría tu sencillez y tu espontaneidad. Además de estudiar, ¿a qué te dedicas?
—Trabajo en una empresa de artes gráficas.
—Y, ¿qué piensas hacer en el futuro?
—Escribir —intervino Olga con gran satisfacción—. Quiere ser escritor.
—¿De verdad? —preguntó la esposa de Santamaría—.
—Sí; es muy bueno. Yo he visto un periódico que habla de él —mintió Olga—.
—¿Qué escribes? —trató de averiguar el doctor—, ¿ensayo, teatro, novela?
—Bueno, en realidad estoy empezando —dije nervioso por el interrogatorio—.
—Si te gusta escribir, haces muy bien. Uno ha de hacer aquello que le gusta —aseguró el doctor—.
No sabía qué responder. Me sentía tan incómodo siendo el centro de la charla, que Santamaría debió darse cuenta, porque enseguida cambió de conversación.
—Para celebrar nuestro encuentro, al salir podríamos ir a tomar una copa. ¿Qué os parece? Alberto, ¿conoces Bocaccio?
—No, señor.
—Lo suponía. Fíjate bien: te invito a que prescindas de los detalles, y consideres Bocaccio como un innovador proyecto empresarial. Antes de promover cualquier negocio, se debe saber elegir la clientela, conocer sus gustos y tratar de complacerlos. Seleccionar un segmento de mercado es fundamental. Cuando las cosas están al alcance de todos, pierden valor. El pollo, por ejemplo, fue comida de reyes hace tiempo; pero se inventaron las granjas y se ha convertido en comida para pobres. Es así de sencillo.
—A mí el pollo me gusta —dije con absoluta seguridad y acentuada ironía—. En la pensión, nos ponen pollo casi a diario.
—¿Lo ves? Eso es lo que me gusta de ti, tu naturalidad, tu ilusión, tus ganas de vivir. A cierta edad, debemos elegir nuestro círculo, nuestro credo, y procurar no salirnos de él. A mi edad, por ejemplo, sólo queda el placer de frecuentar ambientes selectos, de elegir la etiqueta de un buen Burdeos y degustar una cena en agradable compañía —dejó en suspenso la frase y volvió a cambiar de conversación, tras reflexionar un instante—. Pero hablemos de cosas más alegres.
Por un momento, me pareció que me había tratado de paleto: las capas populares, el pollo para pobres y eso de no salirse del círculo no me sonó bien. Quizás lo decía por mi forma de vestir. En realidad, estaba llamando la atención; pero, cuando Olga me invitó, no sabía adónde me llevaba.
Llegó el maître y tomó nota de los segundos platos. Yo pedí filete de lubina como Santamaría ‑aunque no lo había probado, me sonaba bien‑; y Olga, solomillo al café de París con compota de manzana, como la esposa del doctor. Me fijé en ella: qué despacio comía y con qué distinción. Me admiraba verla manejar el cubierto con la misma elegancia con que se coge una pluma estilográfica. Con la ayuda del cuchillo, tomaba pequeñas porciones de puré, untaba trocitos de carne y se los llevaba a la boca con la punta del tenedor. ¡Cómo brillaban los pendientes y el anillo!